Y en esto conocemos que somos de la verdad, y aseguraremos nuestros corazones delante de él; pues si nuestro corazón nos reprende, mayor que nuestro corazón es Dios, y él sabe todas las cosas. 1 Juan 3:19-20 RVR1960
Queridos amigos, nos es familiar que nuestra consciencia nos condene por algún pecado cometido, y nos sintamos intranquilos y pasemos por momentos de desasosiego.
Un mandamiento de Jesucristo fue que amásemos a nuestro prójimo como a nosotros mismos. En mi caso personal me temo que no amo a otros como manda el Señor. Es por eso que clamó al Dios Padre para que me permita ser amoroso con todos. Por tal motivo me he sentido culpable ante Dios en variadas ocasiones.
Este es un claro ejemplo de cómo la consciencia nos puede acusar y hacernos sentir culpables. Reconocer nuestra debilidad y que no somos dignos de nada es un paso importante para dar curso al poder de Dios en la vida del creyente. Entregarse al Todopoderoso en sumisión y confianza, dejándole obrar solo a Él, sin interponer las propias fuerzas es la clara señal de que hemos creído en sus promesas.
El verdadero convertido cuando está desanimado porque su consciencia le condena, sigue recibiendo la seguridad de que Dios es su padre celestial. Es menester entonces apropiarse de las promesas claras y objetivas que se leen en la Palabra escrita de Dios.
Vemos que poner toda nuestra confianza en el poder de Dios entregándonos a Él de corazón y alma es la mejor forma de escapar de la tenaz acusación de nuestra consciencia. El peor error que podemos cometer es justificar ante nosotros mismos nuestra actitud y correspondiente conducta para finalmente pasarla por alto.
Si estamos en Cristo ya no hay condenación, incluso cuando sabemos que no somos lo suficientemente buenos como para ser merecedores de su amor. La bondad y el amor de Dios son infinitamente más grandes que la dimensión de la consciencia más acusadora. Acerquémonos a Dios sin temor y con la seguridad que escuchará todo lo que tengamos para decirle.
Dios conoce nuestro corazón con todos nuestros pecados y arrepentimientos, así como nuestros pensamientos, anhelos y nuestro amor, ya sea por el mundo, por el prójimo y/o por Dios.
Nunca sabremos por qué nos quiso hacer hijos suyos, puesto que en términos espirituales nada bueno hay en nosotros, que Él pueda haber visto como para regalarnos la gracia. Sin embargo, saber que Dios obra sobre los creyentes verdaderos debe ser nuestra mayor esperanza, en especial si vemos avances en nuestro caminar en santidad.
Cuando sentimos que brota el amor hacia nuestros hermanos, cuando anhelamos ayudar a los huérfanos y a las viudas, cuando demostramos compasión por el prójimo, podemos confiar en que el amor de Cristo está en nosotros.
Puede que no todos nos agraden, pero podemos amarlos, siempre y cuando el amor de Jesucristo nos acompañe y fluya dentro de nosotros. El amor se mide por cuánto morimos a nosotros mismos para que el otro viva, por cuánto entregamos o sufrimos. No se trata de bonitas y lisonjeras palabras, ni de buenos sentimientos en el corazón.
Suena difícil y duro sacrificarse, pero no lo es tanto, especialmente cuando comparamos nuestra vida con la de Jesucristo, quien en amor derramó su sangre en sacrificio. No escatimó ningún esfuerzo, ni dudó sobre el valor de su sacrificio, lo hizo porque el Padre se lo demandaba, a quien a su vez tampoco le tembló la mano o la voz mientras entregaba a su único hijo a la muerte en servicio por otros.
Nuestros actos deben estar empapados de la sangre de Jesucristo, por supuesto que ningún sacrificio que hagamos se acercará al sacrificio perfecto de nuestro Señor, sin embargo, cuánto más muramos a nuestro yo para dejar que Cristo viva en nosotros (Gálatas 2:20), menos cargo de consciencia tendremos por nuestro pecado o por nuestra falta de amor, pues pecaremos menos y amaremos más.
Que Dios bendiga su vida con su gracia y les guarde de todo mal.