De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas. Mateo 22:40 RVR1960
Queridos amigos, así como los fariseos en los tiempos de Jesús, también en estos tiempos hay quienes buscan tentar a los creyentes haciéndoles preguntas capciosas.
Su interés se centra en hacer “pisar el palito”, es decir tender una trampa para que caigan en ella y de esa manera desenmascarar el error o engaño existente. Pues para muchos, los seguidores de Cristo son personas fanáticas de su fe, y, según ellos, todo fanatismo debe ser combatido.
El fanático defiende con tenacidad desmedida sus opiniones y creencias. Su enfoque está cegado por una pasión exagerada y sin medida. Tiende a reaccionar de forma irracional y obstinada cuando se trata de defender su posición, por ejemplo, religiosa o cultural.
Un creyente verdadero no podría tener dicho comportamiento, sin embargo, estaría dispuesto a defender tenazmente a su Dios y fe, como un fanático. La diferencia está sustentada en el conocimiento de la verdad. El convertido actúa en defensa de la verdad absoluta e indiscutible, el fanático defiende una posición que considera válida y verdadera.
Los fariseos demostraban una tenacidad fanática en la defensa de lo que ellos creían cierto. De esa manera buscaban tentar a Jesús de todas las formas posibles, a fin de comprometerlo, encontrándole el engaño a través de su malicia opositora. Fue así, que un fariseo intérprete de la ley le preguntó ¿cuál es el gran mandamiento en la ley?
La respuesta fue inmediata: “Jesús le dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Éste es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.” (Mateo 22:37-39)
Era de conocimiento de los fariseos la letra de la ley en Deuteronomio 6:5, un mandamiento que los judíos piadosos repetían a diario. “Y amarás a Jehová tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y con todas tus fuerzas.” Por lo tanto, Jesús satisfizo su demanda de manera correcta y no “pisó el palito”. Lo que no se esperaban era la parte adicional de la respuesta, es decir, el segundo gran mandamiento, amar al prójimo como a uno mismo.
Los fariseos y también otros consideraban el cumplimiento de la ley como la llave para abrir las puertas del cielo, y amar a Dios con todo era la primera condicionante de dicho cumplimiento. Lo que no contenía su ecuación era el amor por el prójimo, una segunda condición para cumplir la ley y los profetas, una forma de referirse al Antiguo Testamento en su versión completa.
Sin amar primero a Dios no es posible amar al prójimo. El hombre no ama a Dios por sí mismo y menos a su prójimo. Su naturaleza caída no se lo permite y requiere del poder de Dios obrando para vida nueva sobre su espíritu muerto.
Solo después de pasar por el proceso del nuevo nacimiento espiritual el hombre está dispuesto a alabar y glorificar a Dios en el sentido verdadero. Su nuevo anhelo es agradar, obedecer y servir a su Señor, con el consiguiente reflejo sobre sus congéneres de amarlos como a sí mismo.
El apóstol Juan refuerza las palabras de Jesús cuando dice: “Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto?” (1 Juan 4:20).
La declaración del apóstol Pablo termina por cerrar el círculo “porque el que ama al prójimo, ha cumplido la ley” (Romanos 13:8).
El amor al prójimo se traduce en no hacerle daño ni buscar dañarlo de forma alguna. La regla de oro de Mateo 7:12 se aplica muy bien en este caso. Haciendo a los demás todo lo que quieres que te hagan a ti, es la mejor forma de amar al prójimo.
Que el poder de Dios se muestre en nuestras vidas para conseguir amar al prójimo como a nosotros mismos.