Porque yo he guardado los caminos de Jehová, Y no me aparté impíamente de mi Dios. 2 Samuel 22:22 RVR1960
Queridos amigos, la afirmación de que algún convertido guarda los mandamientos, suena arrogante y mentirosa, especialmente porque es imposible que alguien cumpla la ley por completo.
En un extremo existen impíos que aseveran con “honesta” seguridad, que nunca pecan. Y a ellos se suman aquellos que no dudan en afirmar que el pecado no existe. Por otro lado están los más “racionales”, que se reconocen pecadores pero no tanto, admiten sus pecados sin llegar a discernir la dimensión del poder del pecado en sus vidas. Ese es el efecto de la ignorancia espiritual en todos ellos, pero principalmente de la necedad y dureza de su corazón.
Cuánta brecha hay entre píos e impíos. Los creyentes verdaderos, como afirmaba de sí mismo el apóstol Pablo, se consideran a sí mismos los mayores y peores pecadores, además de que tienen ojos para ver y oídos para oír espiritualmente la indiscutible presencia del pecado como ente dominante en este mundo.
El rey David, como básico prototipo de lo que había de ser el Mesías, es sin duda uno de los representantes de los hombres espirituales más bendecidos por Dios, cuya fe repercutió en gran obediencia hacia su Señor. Por ejemplo, estuvo perseguido por el rey Saul, quien no habría dudado en matarlo si hubiese conseguido capturarlo. David, a su vez, tuvo oportunidades claras en las cuales pudo tomar venganza, pero por obediencia a Dios decidió no tocar al ungido.
También sabemos que el rey David pecó, y que sus pecados afectaron a su familia y a su pueblo. Entonces, ¿cómo es posible que encontremos en las Escrituras la afirmación de: “yo he guardado los caminos de Jehová”? David es dueño de dichas palabras, y además refrenda, que no se apartó impíamente de Dios.
Para comenzar, tengamos la certeza de que Dios nunca permitiría que se escriban inconsistencias en la Biblia, sabemos que el contenido de la Palabra es directa inspiración de Dios. La Escritura, así como se interpreta a sí misma, se responde también a sí misma. Podemos comprobar en 1 Reyes 14:8 que Dios veía a David de esa misma manera, pues le dice a Jeroboam a través del profeta Ahías, que él no había sido como su siervo David, quien había obedecido sus mandatos (1 Reyes 9:4).
Dios conoce las limitaciones y debilidades humanas, parte de su diseño es que para el hombre sea necesario Su poder, a fin de cumplir Su propósito de llevar a sus escogidos al cielo. Él perdona todas las transgresiones de los pecadores elegidos como parte de la obra redentora de Jesucristo, y dicho perdón también tuvo efecto sobre David.
Durante su paso terrenal David pecó y Dios no obvia dicha situación. David a pesar de estar sumido en pecados, no dejó de poner su corazón en Dios y tampoco dejó de esforzarse por mantenerse en sus caminos.
Era el rey, sin embargo, aceptaba la reprensión y la exhortación con humildad y no tardaba en arrepentirse para luego pedir perdón a Dios. Vemos que, no obstante su condición de mandatario plenipotenciario, su actitud era mansa y humilde ante las consecuencias de sus pecados. Por ejemplo, aceptó como merecido castigo la muerte de su primer hijo con Betsabé, no sin antes haber padecido tremenda angustia por su pecado (Salmo 51).
David sabía de la fidelidad de Dios y estaba seguro de que había sido limpiado de nuevo. Al pecador arrepentido que pide perdón por sus pecados, estos le son perdonados y es limpiado. Dios consigue con su poder que las almas oscuras queden más blancas que la nieve o que los corazones impuros queden limpios, brillantes y puros.
Si alguien es íntegro, su integridad sólo puede venir de Dios, lo mismo ocurre para el justo y para el santo. Es el poder de Dios obrando sobre los que se humillan ante Él. Jesucristo murió para que seamos limpios, puros, íntegros, justos y santos. Dios cambia pecado por pureza, de tal manera que deja de ver el pecado pasado.
Les deseo un día muy bendecido.
“Es mejor decir la verdad que duele y luego sana, que la mentira que consuela y luego mata”. A.R.