“El alma que pecare, esa morirá; el hijo no llevará el pecado del padre, ni el padre llevará el pecado del hijo; la justicia del justo será sobre él, y la impiedad del impío será sobre él. Ezequiel 18:20 RVR1960
Queridos amigos, los judíos en tiempos del profeta Ezequiel afirmaban estar sufriendo no por sus propios pecados, sino por los de sus padres. Se animaban a aseverar que se trataba de un trato injusto por parte de Dios.
El hombre suele sufrir a causa de los pecados de su prójimo, gracias a terceros pasa por dificultades, dolor, problemas, sinsabores, arrebatos y como respuesta al actuar del prójimo su sentido de pecado se activa para sumar pecado a la vida.
Hemos oído decir a diferentes personas que no se merecen tal o cual cosa, hablan así porque no aquilatan el pecado dentro de sí mismas. No disciernen que merecen lo que están recibiendo y mucho más gracias a la dimensión de su pecado.
Podríamos pensar que muchos al saber que por ser pecadores están destinados a la muerte eterna, probablemente preferirán pasar por cualquier sufrimiento aquí en la tierra antes que enfrentar un final tan desolador. Pero no es así, porque ven tan lejano e improbable el sufrimiento eterno, que no dejan de pecar y de quejarse de las injusticias.
El hijo no compartirá la culpa del padre, ni el padre la de su hijo. La alta piedad de un padre no garantiza que su hijo impío se pueda librar del justo juicio y castigo de Dios. De igual manera si un hijo anda acorde a la justicia de Dios y su padre, que vive en pecado, no se librará de la ira de Dios.
Se trata de la justificación por gracia para aquellos pecadores que fueron redimidos por la cruz de Jesucristo, pero el juicio se dará por las obras realizadas. Los no redimidos tienen malas obras en su haber y están destinados a perecer. De ahí que se los insta a arrepentirse y convertirse.
Dios trata a todos con la misma justicia y según sus merecimientos, pero por tratarse de un Dios misericordioso, otorga misericordia a quienes no la merecen según su soberana decisión (Romanos 9:15), la cual no puede ser interpretada como injusticia para los que no la reciben.
Todos merecemos recibir castigo por nuestras constantes impiedades. Sería injusto no ser impío y recibir castigo, pero es justo que todos los transgresores reciban castigo. La Palabra dice que todos pecaron (Romanos 3:23), y la palabra “todos” en este contexto se refiere a la raza humana en su totalidad desde su nacimiento hasta su extinción.
El impío a pesar de declararse pecador no tiene una real intención de dejar de pecar, su conciencia lo apremia durante un tiempo, pero sin excepción vuelve a su condición inicial. Si Dios no obra sobre él regalándole misericordia y gracia, le será imposible abandonar su estado caído.
Dejar de recibir lo que se merece es misericordia y recibir lo que no se merece es gracia. Dios obra en doble partida sobre sus escogidos, pues deja de darles lo que en verdad merecen, que es el castigo eterno, y les da un regalo inmerecido, que es la vida eterna en Su reino y en Su presencia.
Jesucristo murió en muerte sustituta para perdón de los pecados de aquellos que se arrepienten y se convierten, creyendo en Él como su Señor y salvador. El nivel de perdón es tal que el pecado perdonado ni siquiera será mencionado, será olvidado por completo. No habrá recriminaciones hacia el pecador arrepentido, porque gracias a la gracia del Espíritu Santo se obró en él un cambio interior radical para estar entregado a Dios por el resto de su vida.
Les deseo la bendición de gracia.
“Es mejor decir la verdad que duele y luego sana, que la mentira que consuela y luego mata”. A.R.