Por esto, mis amados hermanos, todo hombre sea pronto para oír, tardo para hablar, tardo para airarse; porque la ira del hombre no obra la justicia de Dios. Santiago 1:19-20 RVR1960
Queridos amigos, la rapidez y el dinamismo son la tónica de estos tiempos. Se quiere todo rápido porque se vive de prisa.
Es tan común oír de la gente lo estresadísima que está, por tener que hacer varias cosas al mismo tiempo y a toda prisa. Andan corriendo de un lado a otro sin saber adónde van ni a qué han ido, y sin evaluar si verdaderamente es tan necesario ir de prisa.
Ir a toda velocidad no implica necesariamente una ganancia de tiempo, pero significa estar y sentirse internamente acelerado. Da la sensación de que la prisa otorga prestigio, porque los apresurados están tan ocupados, que solo podría tratarse de profesionales con un cúmulo de brillantes ideas para ejecutar.
La sabiduría de la Biblia nos enseña cuándo ser rápidos y cuándo actuar lento. Santiago nos dice que estemos prestos para escuchar, es decir seamos veloces para oír, pero tardos para hablar y más lentos todavía para enojarnos.
Mientras el común de las personas del mundo moderno va de prisa expresando rápido sus pensamientos y demostrando muy poco conocimiento de la verdadera sabiduría, los entendidos son lentos para hablar por más rápidos que sean para pensar.
El silencio suele ser extraordinariamente bueno cuando las palabras que pueden salir de la boca conducen a pecado. Aquellos que desean tener dominio sobre su lengua deben tener bajo control sus pensamientos, afectos y pasiones. Y si por falta de control no pueden gobernar su lengua, están llamados a evitar el enojo, pues la peor combinación es una lengua suelta en una persona iracunda.
El creyente está llamado a no airarse por motivos egoístas, por ejemplo cuando pierde en una discusión o cuando siente que es ofendido o no es tomado en cuenta. Debe recibir las críticas de otros con paciencia y gratitud, aunque oír sobre sus defectos no sea lo más agradable. El anhelo de contribuir a la justicia de Dios será su motivación para desarrollar tal actitud.
Hablar demasiado y escuchar poco es una señal de que estamos ensimismados en nuestras ideas, dándonos más importancia a nosotros mismos que a los otros. ¿Somos capaces de transmitir la seguridad de la relevancia que le estamos dando a los puntos de vista de nuestro interlocutor? Sopesemos cuánto tiempo dedicamos a hablar y cuánto a escuchar.
Manteniendo puertas y ventanas herméticamente cerradas el fuego se extingue por falta de oxígeno. De igual manera manteniendo la boca cerrada las palabras de enojo no serán ventiladas, especialmente si en adición se buscan pensamientos puros y de alabanza a Dios.
Con dolor todos, píos e impíos, debemos admitir que estamos lejos de ser perfectos, pues ofendemos, no pocas veces, de palabra. El único que no ofendió a nadie jamás es Jesucristo, Él es ejemplo de varón perfecto, también capaz de controlar todo su cuerpo (Santiago 3:2).
Refrenar los labios es signo de prudencia y sabiduría, pues en la abundancia de palabras no falta pecado (Proverbios 10:19). Para tener un alma alineada a la justicia de Dios y sin angustias es bueno guardar cuidadosamente las palabras que salen de la boca, caso contrario el riesgo de arruinarlo todo es inminente (Proverbios 13:3).
Ya vemos que la prisa no necesariamente es una virtud. No hay que apresurarse a hablar delante de Dios (ni delante del prójimo), ni con la boca ni con la mente; Él está en el cielo y él hombre está en la tierra. Medir las palabras y pensamientos es de sabios (Eclesiastés 5:2). De la abundancia del corazón habla la boca, cuidemos, pues, nuestro corazón (Mateo 12:34). Les deseo un día muy bendecido.