Después de todo esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, pero secretamente por miedo de los judíos, rogó a Pilato que le permitiese llevarse el cuerpo de Jesús; y Pilato se lo concedió. Entonces vino, y se llevó el cuerpo de Jesús. Juan 19:38 RVR1960
Queridos amigos, Jesús terminó crucificado y su gran padecimiento había concluido con su fallecimiento. Sus seres cercanos estaban pasando por sufrimiento y temor, por su condición social poco podían hacer por su muerto, a Jesús le esperaba la fosa común, donde los condenados por sedición eran echados.
Nada de lo que pasó fue casualidad. Si Jesús terminaba en la fosa común y no era enterrado en un sepulcro nuevo, hubiera sido muy difícil verificar su resurrección, lo cual habría representado un triunfo para sus detractores.
José de Arimatéa era un judío prominente, rico y probable miembro del Sanedrín (Corte Suprema de la ley judía), que seguía en secreto a Jesús. Era lógico, en el pensamiento del hombre, que José no quisiera perder su posición de poder, manifestándose abiertamente como seguidor de Jesús. Además del grave riesgo de ser expulsado de la sinagoga, lo cual implicaba muerte civil.
Lo mismo sucedía con otra autoridad, Nicodemo, quien visitó tarde por la noche al Maestro para no ser visto, y así no delatar su verdadera inclinación. No es necesaria mucha imaginación para determinar la reacción de sus pares, quienes despreciaban a Jesús y fueron los causantes de su muerte en la cruz del calvario.
La muerte del Señor de señores generó cambios radicales. José de Arimatea no dudó en hacer uso de su posición privilegiada para acceder a Pilato, el gobernador que tenía la última palabra en cuanto al destino que se le daría al cadáver de Jesús. Al haber realizado dicha petición, su discipulado secreto salió a relucir a la luz pública. Pero la muerte de su Maestro le dio el suficiente valor como para tomar dicha difícil decisión.
Pilato no veía a Jesús como a un sedicioso, pues hizo el intento de liberarlo, motivo por el cual, probablemente, no generó mayor resistencia ante el pedido de José de bajarlo de la cruz y llevarlo a un sepulcro que no fuese la tumba común, que lo estaba esperando.
José y Nicodemo no dudaron en develar a quién seguían, ya no importaban las consecuencias. José cedió un sepulcro nuevo en un huerto de su pertenencia y Nicodemo acudió llevando 34 kilos de una mezcla de mirra y áloe para proceder según la costumbre con los muertos. Estaba profetizado que sería puesto en la tumba de un hombre rico (Isaías 53:9). ¿Quién habría pensado, hasta ese momento, que la profecía se cumpliría?
Pero no solo fue puesto en una tumba de un hombre rico, sino en una nueva, donde todavía no se había puesto a nadie, para que se cumpliese lo escrito en el Salmo 16:10: el cuerpo de Jesús no debía entrar en contacto con corrupción, es decir, otros muertos. Además, nadie pudo decir que no era Jesús, quien estaba enterrado ahí, y que resucitó.
José y Nicodemo pusieron en riesgo su reputación al mostrarse como enterradores de Jesús. Las autoridades romanas lo sabían, los soldados que resguardaban el sepulcro los vieron y tengamos por seguro que la noticia fue la comidilla de la comunidad judía de la clase alta de Jerusalén. Por su Señor dejaron de ser creyentes en secreto. Nada se sabe sobre su vida posterior, pero podemos estar seguros de que nos los encontraremos en el cielo.
Como estos dos discípulos hay muchos más en el mundo. Aunque no den señales de ser sus seguidores, llegará el momento en que su amor por su Señor se mostrará. Si somos uno de estos no tardemos en mostrarnos, quizás ahora es el momento de proclamar públicamente nuestra fe.
Les deseo un día muy bendecido.
“Es mejor decir la verdad que duele y luego sana, que la mentira que consuela y luego mata”. A.R.