Mas el que nos hizo para esto mismo es Dios, quien nos ha dado las arras del Espíritu. 2 Corintios 5:5 RVR1960
Queridos amigos, sabiendo que Dios es inmutable y que, además, siempre dice la verdad, contar con la seguridad de su promesa de vida espiritual en el cielo, debería ser suficiente para generar profunda confianza en los corazones de los nacidos de nuevo.
Pero como si fuera poco, el Padre celestial otorga a sus escogidos las arras del Espíritu Santo, es decir brinda una garantía del cumplimiento de aquello que les tiene reservado, haciendo que su Espíritu more en los convertidos y ellos lo perciban y vivan bajo su guía y cuidado.
La fe del creyente es la que le otorga esa seguridad de una futura vida de gozo y felicidad, vive con la firme esperanza de tener el cielo como su futura morada, un lugar de maravilloso reposo. Dios ha preparado en el cielo un estado opuesto al terrenal para aquellos que han creído en su Hijo Jesucristo.
No existe punto de comparación entre las tiendas terrenales y las habitaciones celestiales. Las primeras necesitan mantenimiento porque se deterioran y finalmente se deshacen volviendo a ser polvo, son endebles, fáciles de derribar y meramente transitorias.
El cuerpo carnal requiere de cuidados y con el tiempo se convierte en una pesada carga. De igual manera la vida en el mundo está llena de tribulaciones y representa también una pesada carga.
Para el creyente el vivir en la carne sin poder separarse de su cuerpo de pecado, representa una carga aún mayor. Las tentaciones y concupiscencias conducen a corrupción, justo eso que el creyente detesta, pero no se puede escapar de todo ello en esta vida, pues obstaculiza el caminar como un ancla que frena el avance.
Solo la muerte física puede acabar con los sufrimientos terrenales, entonces la carne se convertirá en parte de la vida pasada, la cual estaba empapada de injusticia. El futuro que Dios promete es de gloria revestida de su justicia y verdad.
Dios está aquí presente con sus hijos, pero su presencia no es como la que se espera cuando ellos estén en sus habitaciones celestiales. Él envió al Espíritu Santo para consolar sus almas atribuladas como una primicia de su gracia, pero el deseo de los convertidos de estar en casa con el Señor es muy grande.
El convertido sabe que su pasar por este mundo de tribulación es transitorio, entonces ¿qué importa sufrir un poco, sabiendo que le espera una mansión en el cielo preparada nada menos que por Dios?
La impaciencia lleva a pensar al creyente en lo bueno que sería ser raptado sin sufrir los padecimientos de la vida y de la muerte. No por nada el apóstol Pablo decía que morir es ganancia.
Además del consuelo que brinda el Espíritu Santo, Él también pone en el corazón del nacido de nuevo el anhelo apremiante de desear ver al Señor y de querer compartir con Él. El creyente se goza en su Señor sin haberlo visto, ¿cómo será el gozo inefable de estar en su presencia?
Gocémonos ahora, pues contamos con las arras del Espíritu de que tendremos gran dicha cuando nos ausentemos del cuerpo terrenal y recibamos un cuerpo revestido de gloria y eterno. Los creyentes ya tenemos eternidad, dicha seguridad representa una gran motivación para afrontar lo que nos espera con paciencia, sabiendo que sin darnos cuenta ya estaremos en la morada prometida.
Les deseo un día muy bendecido.