Os digo que éste descendió a su casa justificado antes que el otro; porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla será enaltecido.” Lucas 18:14
Queridos amigos, ¿cuánto de fariseo tenemos cada uno de nosotros en nuestros corazones? Solo Dios lo sabe.
Solemos criticar, por ejemplo a los políticos, manifestamos nuestro descontento ante su accionar. Nos encanta decir lo pillos y mentirosos que son y la barbaridad que eso representa, si pudiéramos nos rasgaríamos las vestiduras y pusiéramos ceniza sobre nuestras cabezas, sacando a flote el fariseo que llevamos dentro de nosotros, como si nuestro comportamiento personal, visto a través de los ojos de Dios, fuese superior al de los criticados políticos.
Por supuesto que el impacto que los políticos generan sobre la sociedad y el país es por demás superior al que un ciudadano de a pie podría generar en toda su vida.
Es obvio que la gran mayoría no somos ni tan pillos ni tan mentirosos como los políticos, pero desde la perspectiva espiritual no somos mejores que aquellos sobre los cuales vertimos tan dura crítica, estamos tan contaminados por el pecado como ellos.
La diferencia se encuentra en el corazón de las personas.
En el escenario de esta historia se encuentran dos personas diametralmente opuestas: un cobrador de impuestos y un fariseo.
Los publicanos eran vistos por sus compatriotas judíos como la escoria de la sociedad, eran traidores e inmorales ante sus ojos. Dicho en otras palabras se los consideraba entre los peores pecadores, porque explotaban a las personas para cobrarles los impuestos para los romanos.
Los fariseos eran una secta de religiosos que propendían a mostrar perfección externa en su afán por cumplir la ley. Según ellos su justicia propia los llevaba al cielo, se caracterizaban por ser muy críticos de todos los que no eran como ellos.
Se podría pensar que el fariseo por ser religioso era un mejor hombre que el publicano, y es lo que el común de las personas piensa. Influenciada por el aspecto externo la gente no suele (y no puede) valorar el corazón de las personas.
Si ven alguien de mandil blanco el paradigma dice que debe ser médico, aunque podría ser heladero. Las personas elegantemente vestidas generan mayor confianza que alguien que viste parcamente, y de esa manera se confirma el dicho que «las apariencias engañan».
En apariencia el publicano no podía tener un corazón arrepentido, y en apariencia el fariseo era un hombre bueno y justo.
Sin embargo Jesús, quien escudriña los corazones, evidenció el corazón arrepentido y humilde del recaudador de impuestos en contraposición al del fariseo que era orgulloso y confiaba en sí mismo como justo y además menospreciaba a los que en su criterio no se acercaban a su medida.
La lección que Jesucristo nos enseña es que el publicano se fue a casa justificado y el fariseo no.
El publicano fue justificado por fe y no por obras, por su actitud genuinamente arrepentida y humilde delante de Dios. Fue perdonado por su arrepentimiento del pecado y por la fe que puso en Dios al suplicarle su misericordia y su perdón.
El fariseo no fue justificado porque no demostró tener fe ni del tamaño de una semilla de mostaza, su confianza estaba totalmente centrada en las obras que él realizaba, según su propia opinión, su salvación dependía del nivel de fuerzas propias que podía poner para cumplir la ley. Tampoco tenía ojos espirituales para ver que había pecado en él como para arrepentirse
Pablo explica en Romanos 3:28 que no es por obras, sino por fe: “Concluimos, pues, que el hombre es justificado por fe sin las obras de la ley”.
Muchos piensan que siendo buenitos pueden ser justificados, hacer las buenas obras de la ley para ellos es el objetivo. Ésta era la actitud errada del fariseo, que lo estaba conduciendo a la perdición.
Quien a la verdad fue justificado por gracia y misericordia de Dios era el publicano.
¿Qué hizo el publicano pecador que el religioso fariseo no hizo?
El apóstol Pablo nos da la respuesta en Romanos 4:5-8: “mas el que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia. Como también David habla de la bienaventuranza del hombre a quien Dios atribuye justicia sin obras, diciendo: bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son perdonadas, y cuyos pecados son cubiertos. Bienaventurado el varón a quien el Señor no inculpa de pecado”.
El publicano se arrepintió y se convirtió, él reconoció en su corazón humildemente que era un pecador y le pidió a Dios perdón y misericordia, el resultado de su fe fue su justificación.
Tengan un lindo día siguiendo el camino de Jesucristo.