Y ni mi palabra ni mi predicación fue con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder, para que vuestra fe no esté fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios. 1 Corintios 2:4-5 RVR1960
Queridos amigos, el apóstol Pablo fue uno de los hombres mejor formados de su época, era poseedor de un agudo intelecto y probablemente hablaba con muchísima fluidez, precisión y acierto. Esa capacidad le daba también la posibilidad de ser elocuente y persuasivo.
A pesar de ostentar conocimiento y experiencia el hombre espiritual conoce de su debilidad y no se vanagloria, así era Pablo. Sabe que ante Dios no es nada y que Él es un ser poderoso a quien hay que reverenciar y acercarse con temor y temblor. Sabe de su insuficiencia, y teme por su propio ser. Recordemos la famosa expresión de Isaías: “¡Ay de mí! Que soy muerto… han visto mis ojos a Jehová” (Isaías 6:5).
Pablo no predicaba para demostrar sus capacidades de oratoria. Por ejemplo, cuando se encontraba en Atenas los filósofos estoicos y epicúreos lo invitaron al Areópago, esperando que diese un gran discurso filosófico, pero se encontraron con palabras que venían del Espíritu Santo, pues les predicó el evangelio de Jesús, y de la resurrección (Hechos 17:16-34).
El apóstol Pablo tenía motivos terrenales más que suficientes para confiar en sus habilidades oratorias. Poseía conocimientos profundos, pues había estudiado las Escrituras durante mucho tiempo de su vida. Pero su fe lo conducía a reconocer que la ayuda y guía del Espíritu Santo eran imprescindibles, sin las cuales no habría podido desarrollar una adecuada evangelización.
Sin duda el estudio y la correcta preparación para llevar adelante una buena predicación resultan de gran ayuda. Sin embargo, lo que hace que la evangelización y predicación sean efectivas es la obra del Espíritu Santo. Sin la intervención del Espíritu Santo no hay evangelización que valga, por mejor presentada que haya sido.
Se me viene a la mente la historia de Simón el mago, que sin ninguna vergüenza le propuso al apóstol Pedro comprarle el poder para conferir el Espíritu Santo. Muy probablemente deseaba “predicar” con fines opuestos a los del apóstol (Hechos 8:9-24). En su error pensaba que teniendo al Espíritu Santo tendría más poder, pero que continuaría actuando con la misma autosuficiencia de siempre.
Cuando se tiene al Espíritu Santo la autosuficiencia debe convertirse en algo del pasado, pues la palabra nos enseña: Ya no vivo yo, más Cristo vive en mí (Gálatas 2:20). Por lo tanto, el yo debe ser desechado, muriendo el creyente a sí mismo, para conseguir poner toda la confianza en Cristo Jesús, y por ende, en el Espíritu Santo.
Morir a uno mismo sirve para el diario vivir cristiano, para el crecimiento espiritual, que implica el caminar en santidad. Pero también es útil para poner toda la confianza en el poder del Espíritu Santo. Todo lo que se haga, debe estar sujeto a dicha confianza, por lo tanto, la evangelización también.
Al ser Cristo la máxima expresión del evangelio, las palabras generadas en la mente humana no pueden abarcar lo que el Señor Jesús representa. De ahí que la intervención del Espíritu Santo se hace imprescindible para hablar las cosas de Dios. Aunque se trate del mismo idioma, lo que el Espíritu logra que el evangelista exprese, es de origen divino.
El predicador se puede desgañitar hablando con sus propias palabras, y nadie se convertirá hasta que el poder transformador del Espíritu Santo actúe sobre el espíritu del hombre. Cristo sacrificado en la cruz debe ser predicado con claridad, ese es el esfuerzo humano. Pero el éxito está en manos del soberano poder divino, que acompaña a la predicación. La fe llega por el oír, pero primero es necesario ser regenerado en espíritu, lo cual es obra exclusiva del Espíritu Santo.
Sin la participación del Espíritu Santo la conversión genuina es imposible. Sin su participación el hombre puede hablar palabras muy elocuentes y convincentes sobre Jesucristo, pero lo único que conseguirá es una conversión intelectual a través de una fe intelectual.
Aunque todo es obra divina, no hay excusa para que el creyente deje de estudiar o prepararse para la gran comisión de evangelizar, de hablar de Jesucristo a tiempo y a destiempo.
Les deseo un día muy bendecido.