Pero os enseñaré a quien debéis temer: Temed a aquel que después de haber quitado la vida, tiene poder de echar en el infierno; sí, os digo, a este, temed. Lucas 12:5 RVR1960
Queridos amigos, la gente vive constantemente preocupada por salvaguardar sus posesiones materiales. Tanto es así, que muchos llegan a obsesionarse por la seguridad y protección.
Sin duda existen suficientes motivos para temer y preocuparse, porque la naturaleza caída del hombre lleva a que hayan muchos que se convierten en amigos de lo ajeno por “necesidad” o por profesión. Es por ello que el negocio de la seguridad no es pequeño, el que más y el que menos desea tener cerraduras antirrobo, sistemas de alarma y cámaras de vigilancia, guardias de seguridad, etc.
No es poco común encontrarse ante casos de personas que perdieron la vida por defender sus posesiones materiales. Por otro lado hay quienes no dudan en tomar la vida de quienes les están robando. También se suele escuchar: “le robaron todo, pero gracias a Dios le perdonaron la vida”.
La defensa por las posesiones materiales le nace al hombre natural de lo más profundo de su ser. No concibe perder aquello que posee, y esgrime que nadie le puede quitar lo conseguido con tanto esfuerzo, su derecho a la posesión es defendido con uñas y dientes.
Suele ser motivo de gran consternación para muchos el enterarse de que alguien conocido lo perdió todo. De igual manera, se suele comentar de aquellos que murieron pobres como ratas, habiendo tenido abundancia durante su vida.
En la historia de la humanidad muchos hombres que una vez fueron poderosos y famosos fallecen en el olvido y la miseria. Y sus biógrafos suelen hacer hincapié en la penosa condición en la que terminaron sus días, grandes hombres que no merecían tal fin.
Observamos la fijación del hombre natural por lo material, que es terrenal. Teme por lo temporal y sin trascendencia para la eternidad. Tiene miedo de perder delante del hombre y a través del hombre, y por ese afán de aferrarse a lo terrenal llega a temer mucho más al hombre que a Dios.
Pero nadie del mundo se preocupa y menos se ocupa por la salvación del alma de manera genuina. Quizás algunos de aquellos que poseen fe intelectual puedan llegar a decir, que a pesar de haberlo perdido todo, no perdieron el alma. Lamentablemente queda solo en el dicho, porque quienes temen a Dios en verdad sólo son sus hijos llamados, y también son ellos quienes no pierden su alma.
El impío imbuido de la cultura cree que se encuentra ante un Dios de favores. No discierne su terrible condición de pecado y el triste final que le espera. Piensa que se irá al cielo, porque Dios no puede permitir otra cosa, puesto que es bueno y amoroso. No ve ninguna razón para tener temor de Dios.
Algunos incluso aseveran ser merecedores de irse al infierno, sin percatarse de qué están hablando. La imaginación no les alcanza para vislumbrar los padecimientos del lago de fuego y azufre. No temen a quien después de muertos físicamente, tiene el poder de echarlos en el infierno.
Dios es paciente y misericordioso, sabe de la necedad en el hombre y brinda su palabra escrita como maravillosa guía para su vida actual y aquella venidera. Su poder es tal, que puso simple arena como límite para las poderosas aguas de los mares: ¿Acaso has dejado de temerme? —afirma el Señor —. ¿No debieras temblar ante mí? Yo puse la arena como límite del mar, como frontera perpetua e infranqueable. Aunque se agiten sus olas, no podrán prevalecer; aunque bramen, no franquearán esa frontera (Jeremías 5:22).
Ojalá el hombre natural se planteara la preguntara retórica como se preguntaba Jeremías: ¿Quién no te temerá, oh Rey de las naciones? Porque a ti es debido el temor; porque entre todos los sabios de las naciones y en todos sus reinos, no hay semejante a ti (Jeremías 10:7).
Les deseo un día muy bendecido.
“Es mejor decir la verdad que duele y luego sana, que la mentira que consuela y luego mata”. A.R.