Porque ninguno de nosotros vive para sí, y ninguno muere para sí. Romanos 14:7 RVR1960
Queridos amigos, de hecho, el humano es de naturaleza gregaria. Quienes no comparten en comunidad tienen bastante menos probabilidades de sobrevivir en este mundo.
Aquellos que se tildan de autosuficientes y dicen no necesitar de nadie, en algún momento de su vida sufrirán, porque los hechos serán contrarios a sus creencias.
Algunos sociólogos dicen que el humano es en realidad semi-gregario, pues no es completamente gregario como las abejas ni completamente solitario como los tigres, muchas de sus necesidades son sociales y otras buscan la soledad.
En resumen, el hombre aunque en ciertos momentos desee estar solo, aislado en su casa o habitación, siempre está rodeado de otras personas, a no ser que sea realmente un ermitaño en algún lugar remoto.
Al estar viviendo entre otras personas, prácticamente todos ponemos nuestro granito de arena para la sociedad y así mejoramos de alguna manera la vida de otros.
Incluso cuando no hacemos nada a favor del prójimo y solo gastamos nuestros ingresos para comprar lo que necesitamos y nos gusta, estamos generando un aporte. Excluyo del análisis los casos de personas con discapacidades, enfermas o marginadas de la sociedad por diferentes motivos.
A pesar de ello y contrariamente a lo que expresa el apóstol Pablo, el humano quiere vivir para sí mismo. Es decir que lo ideal es vivir en comunidad, para mejorar las condiciones de vida, pero mejor si se puede sacar el mayor provecho posible a dicha vida comunitaria para un aprovechamiento individual, además velando principalmente por las necesidades personales.
Vemos que en el corazón del hombre prima el egocentrismo, con el consecuente egoísmo. Se ama a sí mismo más que a todo. Entonces el mandamiento bíblico de amar al prójimo como a uno mismo (Mateo 19:19) suena en extremo disruptivo para el pensamiento del hombre natural.
Más aún si la exigencia se amplía a amar a Dios sobre todo y con todo, entonces el mandato se pone aún menos digerible.
Ningún objeto, por más valioso o bueno que sea, debe ser interpuesto por el hombre entre sí mismo y Dios. El hombre debería amar a Dios con todo su corazón, su mente, su alma y sus fuerzas.
Si bien estas exigencias son para todos, solo el hombre espiritual está en condiciones de anhelar cumplirlas como Dios manda. Mientras no exista conversión a través del nuevo nacimiento el hombre natural verá estas “exigencias” como algo, quizás, lógico, pero no las afianzará en su mente ni corazón.
La conversión espiritual lleva a comprender que nadie vive para sí mismo, sino para Jesucristo, porque somos Su posesión. Si vivimos es para honrar al Señor, y si morimos, también es para honrar al Señor. Tengamos presente que Jesucristo resucitó de entre los muertos con el propósito de ser Señor de vivos y muertos.
Llegado el momento todos se inclinarán ante Dios y todos Le declararán su lealtad. Más allá de la responsabilidad que cada uno tendrá ante Él de responder por sus propias obras. Tanto los que creen extraño honrarle y finalmente Le rechazan, como quienes anhelan vivir para su gloria.
El contexto del versículo nos enseña que debemos dejar de juzgarnos y que, más bien, no seamos causa de tropiezo para nadie, evitando vivir por el camino egoísta, haciendo las cosas como para el Señor.
Dejemos de vivir para nosotros mismos, pues tampoco moriremos para nosotros mismos. Si somos creyentes genuinos llevemos adelante una vida de bondad, paz y gozo en el Espíritu Santo. De tal modo, que agradaremos a Dios y también a todos los demás.
Deseo que el Señor ponga en nuestros corazones el anhelo de ser amables con todos.