Y: Si el justo con dificultad se salva, ¿En dónde aparecerá el impío y el pecador? 1 Pedro 4:18 RVR1960
Queridos amigos, Dios no es quién se encuentra en dificultades, pues ni la obra de Jesucristo por los pecadores ni el propósito del Padre están en tela de juicio.
El problema radica en la condición caída del hombre, su corazón entenebrecido y en el mundo de tribulación, de maldad y tentaciones en el que vive. Las continuas luchas para el humano son tanto internas, plasmadas principalmente en sus deseos (malos), inseguridades y miedos, como externas, pues los contratiempos y problemas llegan cuando menos se los espera.
El impío peca indiscriminadamente a pesar de tener sembrada en su corazón la ley moral, pues nadie en el mundo podría discutir honestamente que mentir, adulterar o robar es bueno. Pero también sabemos que existen aquellos que se esfuerzan por demostrar lo contrario, porque su dureza de corazón no les permite admitir su error.
Todas las dificultadas acompañadas de tentaciones que se presentan desde afuera se pueden definir como insignificantes cuando se confrontan con aquellas internas de lujuria y corrupción en el corazón del impío.
Ejemplos de pecados que “no son tan pecado” hay muchos, para comprender mejor pongo algunos: “se merece que le ponga los cuernos”, “es tan rico y avaro que sacarle a ocultas el dinero es una raya al tigre”, “valió la pena no contarle la historia completa, de otro modo, todos hubiéramos perdido la oportunidad” y así ad infinitum.
Tanto los impíos como los creyentes son humanos de carne y hueso, y si los segundos dejaron de vivir en la carne para vivir en el Espíritu a partir de su nuevo nacimiento y liberación de la esclavitud del pecado, no abandonaron su condición carnal, es decir el cuerpo en el que habitarán hasta su muerte física.
Dicha condición conlleva una potencialidad para los convertidos de seguir pecando. La Palabra de Dios exhorta a los creyentes a alejarse cada vez más del pecado en una cada vez mayor dependencia de Jesucristo. El seguidor genuino de Cristo Jesús anhela en el corazón permanecerle fiel y desecha su sentido natural de independencia para depender de Él en todo el contenido de su vida.
En tanto que el impío es esclavo del pecado y, por tanto, se somete a sus designios. No tiene un interés verdadero por dejar de pecar, aunque trata de ser bueno en diversos aspectos (políticamente correctos). No discierne qué significa ser fiel al Señor ni su implicancia presente y menos aquella futura. En resumen está perdido en la ignorancia de la verdad y en la ceguera de no poder ver las cosas que son de arriba, por lo tanto, lleva adelante una vida contraria a los deseos de su Creador.
Las decisiones y justicia de Dios son perfectas, por ello muchos pecadores no reciben el castigo que se merecen en el tiempo que en términos humanos sería el adecuado. De igual manera muchos creyentes reciben disciplinas inesperadas de parte del Señor como parte de un efecto purificador a fin de que se alejen del pecado y vivan cada vez más en santidad.
Los impíos al no recibir castigos ni disciplinas de Dios y al no conocer sus pensamientos, piensan que se puede vivir como mejor les parece, entregando su vida a los parámetros del mundo, siguiendo como ovejas aquello que se les hace creer que es bueno, y esos son los peores impedimentos para su salvación.
¿Acaso los creyentes no conocen las opiniones de los impíos, que los tildan de tontos y fanáticos por su forma de pensar y de vivir? Eso demuestra que nada entienden de las cosas de Dios.
Ahora bien, si los convertidos, cuyo caminar es mucho más duro por su anhelo de seguir a Dios, han sido bendecidos con discernimiento y tienen al Espíritu Santo que mora en ellos se salvan con dificultad, ¿cómo será para aquellos que se complacen en el pecado?
La salvación es una tarea en extremo difícil y sin el poder omnipotente del Creador sería imposible de llevar a cabo. Sin la gracia infinita del Padre, la preciosa sangre del Hijo y la interminable paciencia del Espíritu Santo nadie podría ser salvo.
Elevemos nuestras fervientes oraciones para encomendarnos a Dios. Tengamos en mente las palabras de Jesús cuando dijo en la cruz antes de morir: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lucas 23:46). No hubo duda en Jesús en el momento de confiar en el Dios y Padre, pues sabía con total certeza que no le fallaría. Nosotros podemos hacer lo mismo, además de perseverar en hacer el bien.
Les deseo un día muy bendecido.