Y entró el rey David y estuvo delante de Jehová, y dijo: Jehová Dios, ¿quién soy yo, y cuál es mi casa, para que me hayas traído hasta este lugar? Y aun esto, oh Dios, te ha parecido poco, pues que has hablado de la casa de tu siervo para tiempo más lejano, y me has mirado como a un hombre excelente, oh Jehová Dios. 1 Crónicas 17:16-17 RVR1960
Queridos amigos, hace poco un querido amigo reaccionó a un post que hablaba de que es necesario humillarse ante Dios y reconocer los propios pecados, esta fue su respuesta: “¿Autoincriminarse? ¡Tampoco!!!”.
La gente en ese afán de ser positivo, generado por la cultura influenciada por la metafísica y su ley de atracción, suele afirmar que tal o cual persona es excelente en lo que hace. Por otro lado está el severo juicio, cuando alguien no satisface sus expectativas, expresan que se trata de un desastre y que no vale la pena ni siquiera acercarse. Exaltan lo que creen bueno y denigran lo que creen malo.
Son juicios de valor sustentados generalmente en percepciones personales, que a su vez son rebatidas por otros, porque éstos tienen otra forma de percibir las cosas y terminan diciendo “no había sido tan bueno o no resultó ser tan malo”.
Sobre los muy buenos no hay mucho que decir, pues merecen supuestamente una buena vida, pero los “muy malos” siguen viviendo la vida, porque finalmente encuentran donde acomodarse. Por lo visto en este mundo hay espacio para todo y para todos.
Aquellos que son exaltados como buenos, terminan desarrollando su ego hasta llegar a las nubes, y los denigrados como malos buscan excusas o justificaciones, que consuelen su ego. Ese suele ser el comportamiento del hombre natural, muy poco misericordioso y sustentado en su propia justicia y verdad.
El hombre espiritual debe cuidarse de realizar juicios de valor. Puede juzgar, porque está llamado a ejercer sano juicio sustentado en la Verdad de Dios. Debe evitar el error de juzgar y olvidarse de ver la viga en el propio ojo. Su juicio debe ser para motivar, exhortar, reprender en amor cristiano, o para alejarse del mal, pero siempre pensando en que no es mejor que el peor de los pecadores (Efesios 3:8).
David era un rey poderoso, además de ser un excelente guerrero fue un destacado líder, que reinaba con justicia. Tenía todo para creerse superior, incluidos los buenos conceptos de quienes lo rodeaban. Sin embargo, es remarcarle la humildad con la que se dirigía a Dios.
El rey David sabía que parte del temor de Dios era humillarse ante Él, reconociendo no sólo los propios pecados y pidiendo perdón, sino que todo lo que un humano posee y es, no es atribuible a él mismo, sino solo y únicamente al Todopoderoso.
La misma Palabra expresa: ¿qué es el hombre, para que en él pienses o para que lo estimes? (Salmos 144;3). A los ojos de Dios no hay nada en el hombre para ser exaltado, entonces ¿cómo se puede ser arrogante?
Dios le manifestó nada menos que al gran rey David, que no tendría el honor de construir el templo, que tanto había anhelado edificar. Pudo haberse resentido y enfurecido, pero su respuesta se dio bajo sumisa humildad, porque él reconocía quien era el verdadero Rey.
Al igual que David debemos dar la gloria a Dios, pues Él es el único merecedor de toda gloria. Si al hombre natural le cuesta humillarse, para el cristiano la humillación debe ser una práctica constante, pues es sabedor de la magnificencia y poder de su maravilloso Dios.
Les deseo un día muy bendecido.
“Es mejor decir la verdad que duele y luego sana, que la mentira que consuela y luego mata”. A.R.