El que ama su vida, la perderá; y el que aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará. Juan 12:25 RVR1960
Queridos amigos, en un mundo donde la alta autoestima y el amor por la propia vida son cada vez más apreciados y valorados, la enseñanza bíblica resulta antitética, pues solo un loco desquiciado o alguien completamente desubicado deseará aborrecer su vida en este mundo.
Para el corazón mundano tampoco resulta fácil comprender, que si ama su vida la perderá, porque va en contra de un pensamiento tremendamente arraigado en su mente, que está fuertemente sustentado en la filosofía moderna del ego y de la seguridad.
Para el hombre natural el concepto de vida eterna suena bien, pero al mismo tiempo resulta bastante etéreo, y lo etéreo, llámese espiritual, difícilmente llega a competir con lo físico, con lo material.
Me impresiona observar la fijación por las cosas de este mundo en la gente a mi alrededor. Están preocupados por sostener relaciones sociales de beneficio, buscando satisfacer sus necesidades lo mejor posible y apuntando a disfrutar de la vida lo más que puedan. Haciendo exactamente lo contrario a lo que la Palabra enseña: “el que ama su vida la perderá”.
Después de la impresión me llega la tristeza, porque no comprenden y tampoco desean entender el significado de la palabra de Dios. Hay algunos que afirman vivir para el resto, incluso esos no están dispuestos a aborrecer su vida para que Cristo viva en ellos.
El que ama su vida tiene prioridades materialistas y desea satisfacerse a sí mismo, pero el que la aborrece, parecería estar odiando su vida terrenal, porque antepone lo espiritual a lo material y a sí mismo, descuidando todo lo que el mundo le enseña a valorar.
Jesucristo no dudó en entregar su vida como si la hubiera despreciado. Se podría pensar que a sus 33 años tendría todavía tanto por hacer en esta vida, entonces desperdició su vida entregándola a pesar de su joven edad. Lo que no se toma en cuenta en dicho pensamiento es el resultado conseguido, es decir una vida en un nivel excelsamente superior, en forma de vida abundante y eterna.
Aborrecer nuestra vida no significa ser autodestructivos ni desear morir lo antes posible, sino que no dudemos en ponernos delante del cañón para morir si tal acción glorifica al Señor Jesucristo. Nuestro amor, fe y esperanza deben ser tales, que la búsqueda de seguridad y de placer, que el mundo tanto nos inculca, pase a un plano irrelevante en pro del servicio a Dios.
Jesús nos pone la hermosa analogía con una semilla, un grano de trigo, que para dar fruto primero debe caer en la tierra y morir, para después germinar (Juan 12:24). De igual manera el amor de Cristo da fruto infinito, pues el murió pagando el precio necesario de la fecundidad para que muchos pecadores puedan ser salvados del fuego eterno.
El creyente debe estar preparado para construir altares para sacrificar todo lo que obstaculiza su servicio a los fines de Dios, esa es una forma de morir a sí mismo para que Cristo viva en él. Así mismo, pedirle a Dios para que nos ayude a percibir las vanidades y banalidades de este mundo con indiferencia, a fin de no distraer la mente ni el corazón y servir a al Señor con todo.
Ahora podemos comprender este pasaje que suele resultar algo fatigoso para algunos: Si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aún también su propia vida, no puede ser mi discípulo (Lucas 14:26).
El convertido genuino no tendrá problema en apropiarse de las palabras del Predicador: Aborrecí, por tanto, la vida, porque la obra que se hace debajo del sol me era fastidiosa; por cuanto todo es vanidad y aflicción de espíritu (Eclesiastés 2:17).
Les deseo un día muy bendecido.