Ninguna palabra corrompida salga de vuestra boca, sino la que sea buena para la necesaria edificación, a fin de dar gracia a los oyentes. Efesios 4:29 RVR1960
Queridos amigos, cuando era joven, como buen seguidor de las malas influencias, me gustaba sazonar las conversaciones entre amigos con un lenguaje malsonante.
Por supuesto que no podía darme dicha licencia delante de mi padre, de cuya boca nunca oí una palabra picante.
El uso de un vocabulario soez también es un aspecto cultural del mundo, que abarca grupos etarios, clases sociales e incluso a países enteros.
Tengo en mente a un malhablado amigo argentino, que con su florido vocabulario elevaba la temperatura de mis orejas, logrando incomodarme, hasta que me armé de valor para decirle que no me sentía a gusto con su injurioso lenguaje. Gracias a Dios reaccionó de buena manera, pero el efecto fue de corta duración.
El otro extremo se encuentra en aquellas personas que se jactan de no ser vulgares porque conscientemente no utilizan un lenguaje ordinario. Sin embargo, cuando la ocasión así lo amerita de forma sutil y elegante fluyen palabras “apropiadas” de sus decentes labios, que en realidad resultan ser bastante inapropiadas. Debo admitir que ocasionalmente disfruto de conversaciones en películas inglesas, en las cuales se expresa con elocuente elegancia los pensamientos más duros.
Cuando escuchamos hablar de palabras corrompidas, lo primero que se nos viene a la mente son las famosas palabras mayores, sin embargo, no es necesaria la presencia de palabrotas para que lo que sale de la boca esté podrido.
Las palabras sucias, sean palabrotas o no, emanan de la boca del hombre como resultado de los pensamientos generados por el oscuro contenido de su corazón. Ha de tratarse de un corazón corrupto para que desde el fondo del alma fluyan expresiones para herir, insultar, denigrar, maltratar, humillar, retar.
Es triste oír con frecuencia palabras fuertes sobre religión, raza, origen, clase social, sexo. Está también el tan común humor negro ligado a blasfemias, maldiciones, reniegos, juramentos, desprecio, ridiculización, estigmatización y descripciones exacerbadas de personas.
Las palabrotas no solo ensucian la boca, también dejan una estela de suciedad después de haber surtido su efecto. Es difícil creer que quien se expresa en términos soeces pueda pensar limpiamente.
Las palabras corruptas corrompen la mente y el corazón de quienes las oyen y también de quienes las reciben, porque la naturaleza humana funciona en la regla bajo el principio de acción reacción, y por otra parte, está el necio que copia dicha forma de proceder, porque para él es la más atractiva.
El cristiano debe estar atento con su forma de hablar, evitará toda palabra inútil y los dobles sentidos. Lo que salga de su boca será para edificación, es decir bueno, útil, amable, amoroso, misericordioso, a fin de que sus palabras sean de estímulo positivo para quienes las oigan.
Es menester del creyente rehuir toda comunicación mentirosa, soez, procaz y corrupta, que en la regla tiene como consecuencia malos deseos y pasiones desordenadas, tales como, maledicencia, malicia, rencor, ira, rabia, falta de perdón, quejas, cuya consecuencia es contristar al Espíritu de Dios.
El principio del amor establece el ser amables los unos con los otros, teniendo como base un comportamiento cortés y humilde, en actos, gestos y palabras. Dar gracia a los oyentes significa decirles cosas de bendición, incluso cuando solo se trata de una charla superficial.
Que el poder del Espíritu Santo obre sobre nuestros corazones para que podamos dominar nuestras lenguas.