Por tanto, os hago saber que nadie que hable por el Espíritu de Dios llama anatema a Jesús; y nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo. 1 Corintios 12:3 RVR1960
Queridos amigos, la Palabra nos dice con dureza, que en los tiempos finales, habrán quienes se dirigirán a Jesucristo como si hubiera sido su Señor desde siempre, alegando haber hecho buenas obras en su nombre. Pero Él les responderá: Nunca los conocí, apártense de mí, hacedores de maldad (Mateo 7:22-23).
No todo el que le dice Señor entrará en el reino de los cielos, pues no es suficiente reconocer el señorío de Cristo Jesús, sino el que hace la voluntad de su Padre que está en los cielos será bienvenido para vida eterna (Mateo 7:21).
Para desear hacer la voluntad del Padre de manera voluntaria y por amor a Él se requiere de un corazón renovado a través del nuevo nacimiento, que es la regeneración del espíritu muerto en delitos y pecado por el poder del Espíritu Santo.
Decir “Jesucristo es mi Señor” en el sentido real de la expresión implica buscar lo bueno. El hombre natural no regenerado no hace ni busca lo bueno (Romanos 3:11-12). Para que el hombre busque alejarse de lo malo para hacer lo bueno es imperativa la obra del Espíritu Santo sobre él.
Una vez que el poder del Espíritu Santo se hace patente en el hombre, éste recibe el don de fe y quiere entregarle a Jesús, su Señor, su vida entera a través de su máxima lealtad, buscando adorarle con todas sus fuerzas, con todo su corazón, con toda su alma y con toda su mente.
Entonces concluimos que sin estar capacitado por el Espíritu Santo nadie puede decir “Jesús es mi Señor” en el verdadero sentido. Por lo tanto, el señorío de Jesucristo no es algo que una persona pueda asumir porque le parece atractivo; sin la gracia de Dios dicha revelación es imposible de discernir, es decir que sin la intervención divina nadie puede llamar genuinamente Señor al Hijo.
Solo por la maravillosa gracia las personas están dispuestas a aceptar el señorío de Jesucristo en su vida, es decir a someterse por completo como siervos. Nadie que no haya nacido de nuevo desea realmente someterse a dicho señorío, puede ser que por un tiempo camine de acuerdo a los preceptos del Señor, pero corre el riesgo enorme de negarlo y llamarlo anatema (maldición) ante una mínima presión.
En los tiempos antiguos era común inducir a una persona, no solo a renegar del nombre de Jesucristo, sino a declarar que era maldito, con tal de no ser excomulgado del culto judío o de no morir por Su nombre bajo el yugo romano.
Nadie que no hubiese sido tocado por el poder del Espíritu Santo era tan fanático o loco como para arriesgarse y perder su estatus, beneficios o la vida misma cuando se lo presionaba para negar a Cristo.
La mayoría de los creyentes verdaderos afirmaba el señorío de Jesucristo sobre ellos, sin importar el peligro que podían correr. Por supuesto que sufrían miedo y tenían temor del dolor, pero su fe hacía que confiaran en su Señor, pues para los que aman a Dios todas las cosas les ayudan a bien, además que morir es ganancia. Pero también hubieron convertidos que por su inmadurez espiritual se vieron obligados a negar a Cristo, pero como Pedro, después lloraron amargamente y pidieron perdón en genuino arrepentimiento.
La manifestación del Espíritu Santo en el hombre redimido es fundamentalmente la de llevarlo bajo el dominio de Jesucristo. En esto no hay nada de esotérico, tampoco conduce a que las personas se comporten de manera incontrolada o compulsiva. De ninguna manera se dedica a perturbar las mentes de la gente. Recordemos que el entusiasmo o un denodado éxtasis en el culto no son necesariamente señales de la presencia del Espíritu Santo.
El creyente verdadero ejerce un control consciente sobre sí mismo, el Espíritu Santo no presiona y tampoco es coercitivo, actúa como un caballero que aporta a fortalecer la personalidad del convertido, conduciéndolo a ser bandera de la verdad de Jesucristo.
Les deseo un día muy bendecido.
“Es mejor decir la verdad que duele y luego sana, que la mentira que consuela y luego mata”. A.R.