¿Cómo puede el hombre declararse inocente ante Dios? ¿Cómo puede alegar pureza quien ha nacido de mujer? Job 25:4 NVI
Queridos amigos, para el hombre natural aceptar su culpabilidad es un tema profundamente controversial, pues piensa que su estado parte de cualquier causa menos de su condición caída.
Con aventurera habilidad revierte la pregunta: ¿Cómo puede el hombre declararse culpable ante Dios? Y justifica su forma de pensar y de vivir, alegando ser rebelde porque el mundo lo hizo así.
En una conversación con un pariente, éste me echó en cara que cómo podía animarme a decir que la homosexualidad es pecado, si los pobres homosexuales nacen así. Entonces, por qué tendrían que declararse pecadores, si esa es su naturaleza. Un cuestionamiento algo difícil de argumentar cuando la contraparte es ignorante de la Palabra y de la condición caída del hombre.
El Rey David nos explica que no nos convertimos en pecadores después de haber cometido nuestro primer pecado. Él dice que somos formados en maldad y que nuestras madres nos conciben en pecado (Salmos 51:5). No se refiere al acto sexual, que de ninguna manera es pecaminoso si es realizado dentro del matrimonio. Es más bien el reconocimiento de la existencia de una herencia adámica. Adán y Eva pecaron, y a través de ellos toda la humanidad recibió la herencia del pecado, la cual no se puede desechar, pues esa sí es parte imborrable de la naturaleza humana.
Si bien la mujer fue la que inició la famosa y nefasta transgresión de comer el fruto del árbol prohibido, el hombre la siguió y terminaron como una pareja de pecadores, que como padres de la humanidad transmitieron el pecado a todos sus descendientes. No se trata de desvirtuar a la mujer (en estos tiempos algunos muchos pueden sentir su sensibilidad herida), pero Dios la eligió a ella para que pariera hijos. Entonces es perfectamente entendible que la Palabra cuestione: ¿cómo puede alegar pureza quien ha nacido de mujer?
Habiendo comprendido que somos pecadores por herencia, y que por tanto, nuestra naturaleza humana es caída, podemos aceptar nuestra maldad inherente de pecadores. No mucho tiempo después de la creación de Adán y Eva, Jehová vio que la maldad de los hombres era mucha en la tierra, y que todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal (Génesis 6:5). Lo que ve Dios en nosotros en nuestros días no es muy diferente, solo los actores son otros.
Hay gente que alterca y se siente ofendida con el versículo de Isaías 64:6: Si bien todos nosotros somos como suciedad, y todas nuestras justicias como trapo de inmundicia; y caímos todos nosotros como la hoja, y nuestras maldades nos llevaron como viento. Su reacción es natural, y el creyente debe tratar a estas personas con misericordia, porque no pueden ver la dimensión de su maldad, es más, pueden aceptar haber pecado, pero no tanto.
En el libro de los Salmos 53:3 se vuelve a confirmar lo que Dios ve: Cada uno se había vuelto atrás; todos se habían corrompido; No hay quién haga lo bueno, no hay ni aun uno (observe el amable lector, que de utilizar el pasado pasa a usar el tiempo presente). Y después lo afirmó el profeta Isaías: Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino (Isaías 53:6a). Y varios siglos después lo reconfirmó el apóstol Pablo: por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios (Romanos 3:23).
En los tres versículos citados, que fueron escritos en tiempos completamente diferentes, se dice que todos pecaron, por lo tanto, si todos pecaron no hay ni uno solo que sea bueno, es decir que no haya pecado en gran manera.
Pero si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y lo peor de todo es que la verdad no está en nosotros (1 Juan 1:8). Entonces, ¿cómo puede el hombre declararse inocente ante Dios? ¿Quién podrá decir: Yo he limpiado mi corazón, limpio estoy de mi pecado? (Proverbios 20:9)
Las respuestas son tristes, pues el hombre no puede declararse inocente, no hay manera. Lamentablemente no tiene forma de limpiar su pecado ni el de otros. El profeta Jeremías lo explica con claridad: Aunque te laves con lejía, y amontones jabón sobre ti, la mancha de tu pecado permanecerá aún delante de mí, dijo Jehová el Señor (Jeremías 2:22). Y el apóstol Pablo lo explicó de otra forma y en otro contexto: ya que por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él; porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado.
No hay nada que el hombre natural pueda hacer para limpiar su pecado. Es falso que haciendo obras uno puede redimir su pecado, es falaz que siendo buenito se puede evitar la paga del pecado, que es la muerte (Romanos 6:23).
La única manera de limpiar el pecado y evitar la muerte segunda es a través de la obra redentora de Jesucristo en la cruz del calvario. Cristo cargó en Él el pecado de todos nosotros (Isaías 53:6b). Para que la obra de cruz se pueda hacer efectiva en el pecador es imprescindible que crea que Él es su Señor y salvador, y que resucitó de entre los muertos.
Cuidado que recibamos la amonestación que dio Pablo a los Gálatas: De Cristo se desligaron, los que por la ley (de las obras) se justifican, porque de la gracia han caído (Gálatas 5:4). Pero tampoco caigamos en el error de Bildad, amigo de Job, quien afirma que el hombre no puede discutir con Dios diciendo que es puro, lo cual es completamente cierto. Su falla radicaba en afirmar que era inconcebible que Dios le diese a Job una oportunidad para justificarse.
La oportunidad que todos tenemos para justificarnos o ser justificados de nuestros pecados está en Jesucristo. Su obra salvífica lava nuestra maldad, limpia nuestros pecados y borra nuestras transgresiones para presentarnos justos ante el Dios Padre. El arrepentimiento no solo es reconocer las propias rebeliones y que el pecado siempre está delante de uno, sino un cambio radical de vida buscando vivir en obediencia al Señor.
Dios purifica a los pecadores arrepentidos, los limpia hasta que sean más blancos que la nieve. El Padre celestial crea un corazón limpio y renueva a un espíritu recto dentro del hombre nacido de nuevo. Les invitó a meditar y a gozarse en Salmos 51:1-13.
Les deseo un día muy bendecido.