Más a cuantos lo recibieron, a los que creen en su nombre, les dio el derecho de ser hijos de Dios. Estos no nacen de la sangre, ni por deseos naturales, ni por voluntad humana, sino que nacen de Dios. Juan 1:12-13 NVI
Queridos amigos, con frecuencia se oye decir “todos somos hijos de Dios”, bueno fuera que así fuese, pero todos somos criaturas de Dios. Él es el Creador de todo, incluidos todos los humanos, pero, según la Biblia, solo es Padre de algunos.
Por naturaleza el hombre se espanta de las cosas de Dios y huye de ellas y de Él también. Por lo tanto, solo ha de desear recibirlo por la obra de Su gracia, el hombre natural vuelve a Dios únicamente cuando se convierte en espiritual por sola gracia. Por la sola gracia de Dios el hombre espiritual es lo que es (1 Corintios 15:10).
¿Qué hijo huye de un padre bueno? La respuesta es obvia: ninguno. Sin embargo, un hijo puede rechazar muchas de las buenas cosas que su buen padre le ofrece. De igual manera, muchos afirman ser seguidores de Cristo pero no dejan de rechazar la buena oferta del Señor, porque no están dispuestos a abandonar su vida de pecado, y menos permitirán que Él sea quien se enseñoree (sea dueño) de su vida.
Existen personas que creen ser de Jesucristo, porque nacieron en una familia cristiana. Con ligereza afirman ser hijos de Dios. Es necesario nacer de nuevo en espíritu, y el nuevo nacimiento no ocurre por ser descendiente de creyentes, sino solo y únicamente por el poder de Dios. No existe ninguna garantía de parte de Dios de que los familiares cercanos de un creyente verdadero se convertirán a la fe de Jesucristo.
Cuando Cristo vino físicamente, el mundo no lo conoció, lo rechazó y no lo recibió (Juan 1:10), a pesar de haber venido a lo suyo. No solo se trata de un desconocimiento intelectual, pues todos creen saber que Dios es bueno; es también una ausencia del deseo de conocer a quién estaba ahí presente de manera íntima y personal, la cual incluye una falta de compromiso, porque nadie quiere asumir la responsabilidad de seguir a Cristo por el carácter rebelde de su condición caída.
Para ser hijo de Dios es necesario nacer de nuevo de Dios. El espíritu del hombre natural está muerto en delitos y pecados (Efesios 2:1). Al estar muerto es imperativo que sea traído a vida nueva para iniciar una relación con el Padre, lo cual también se conoce como regeneración del espíritu del hombre por obra y poder del Espíritu Santo.
La expresión “mas a cuantos lo recibieron” implica una bienvenida, una recepción llena de contento para iniciar una relación de carácter íntimo y personal, como la de un padre con un hijo. El hombre natural no puede por propia voluntad acercarse a Dios, y por su naturaleza caída, tampoco le nace ningún deseo genuino de hacerlo. La gente quiere ir al cielo sin aceptar las condiciones de Dios.
“Recibir a Cristo” y “creer en Su Nombre” son expresiones sinónimas. Para creer en el nombre de Jesucristo se requiere de fe verdadera como don de Dios. Al tratarse de un don no se lo puede tener sin haberlo recibido. Por lo tanto, no se puede creer sin que Dios actúe, entonces no es posible recibir a Cristo sin la intermediación de Dios mismo.
El primer paso para recibir a Cristo es la regeneración espiritual, que es obra del Espíritu Santo y no decisión del hombre. Sin contar con un espíritu regenerado traído a vida nueva, es imposible sostener una relación con Dios, porque la carne nada tiene que ver con el espíritu y viceversa. La relación es de carácter espiritual, de espíritu a espíritu.
La salvación, de inicio a fin, es por gracia, se trata de una dádiva especial del Dios Padre. El hombre no tiene la capacidad espiritual de aceptar dicha dádiva por iniciativa propia, porque su naturaleza caída lo conduce a no desearla. Si no fuera porque Dios obra con gracia irresistible, el hombre nunca llegaría a recibir a Cristo, se trata de la voluntad primera y poderosa de Dios.
Algún necio podrá argumentar que Dios estaría llevando al cielo a la gente en contra de su voluntad. Pero no es así, pues el Padre en su misericordia permite que sus hijos elegidos puedan decidir seguir a Cristo. Dios consigue que Su pueblo se le ofrezca voluntariamente en el día de su poder (Salmos 110:3).
El acto de obedecer es absolutamente voluntario en todos los convertidos genuinos, no existe ninguna presión ni coerción por parte de Dios, que obligue al creyente a anhelar serle obediente. Tenemos un ejemplo en la conversión del apóstol Pablo. Jesús le habló y su reacción voluntaria fue preguntarle: ¿Señor, qué quieres que yo haga? (Hechos 9:6). Dime qué hacer y lo haré voluntariamente.
Les deseo un día muy bendecido.