Pero hay algunos de vosotros que no creen. Porque Jesús sabía desde el principio quiénes eran los que no creían, y quién le había de entregar.” Juan 6:64 RVR1960
Queridos amigos, muchos afirman con total certidumbre que creen en el Dios de la Biblia, pero no viven según sus designios y, lo más duro, tienen muy poco interés por hacer lo que Él manda.
Para querer hacer lo que Dios manda, eso es lo que implica creer, no sólo se requiere estar dispuesto a vivir alejado del pecado, sino también es estar consciente del reto de vivir a la altura de la exigencia moral, que Cristo demanda.
Creen, pero en un dios de favores, a quien se le puede pedir todo. Creen, pero en un dios permisivo, que es muy amoroso y al máximo tolerante. Creen, pero en un dios hecho a medida según su propia justicia. Creen, pero en un dios que no existe.
Cuando se cree en Jesucristo de verdad, es porque antes hubo un cambio trascendental dentro del hombre, aquello que se conoce como regeneración espiritual o nacimiento de nuevo. Es invisible, porque es una transformación interna, espiritual, obrada por el poder del Espíritu Santo. El Espíritu es el que da vida (Juan 6:63). Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte (Romanos 8:2).
Creer de verdad es aceptar a Cristo como Señor y salvador. En este caso, “EL” Señor, es y debe ser la máxima y única autoridad para el creyente, a cuyas elevadas demandas morales se debe someter por completo, sin lugar a discusión.
Cuando la exigencia es abandonar por completo el pecado, algo definitivamente bueno, la gente duda, porque ama muchos de sus pecados. El Evangelio no es difícil de entender, pero es difícil de aceptar como Verdad por el corazón del pecador. Las consecuencias de seguir el Evangelio en la propia fuerza pueden ser muy duras; la presencia y el acompañamiento del Espíritu Santo es imprescindible.
Al intelecto del hombre no le es difícil entender las demandas de Jesús, pero le cuesta aceptar con la debida disposición, que Jesús es pan de vida, el alimento básico y esencial para la vida. Sin Él no se puede sobrevivir en la vida espiritual, por ello alimentarse de Él es vital.
Toda la gloria es de Dios, pues Él hace todo para atraer a los suyos. El hombre natural, por sí mismo, no puede ver su necesidad de vida nueva; esta condición también se conoce como ceguera espiritual. El Espíritu Santo da ojos para ver una vez que ha concedido vida espiritual, es decir que nos revela la verdad para que la veamos con nuestros propios ojos y nos demos cuenta de la imperante necesidad de seguirla.
Cuando el nacido de nuevo ha entendido la urgencia e importancia de alimentarse del Pan de Vida, el Espíritu Santo empieza a capacitarlo para prepararlo a fin de vivir su nueva vida cristiana. A partir de dicho punto los mandamientos dejan de ser gravosos, su cumplimiento se convierte en gozo, algo poco concebible para los corazones impíos, que dicen creer.
La clase de fe que Jesús demanda, es fe verdadera, que se desarrolla profunda, constante y firme en el tiempo, que sólo puede ser dada por Dios mismo. La fe genuina es una iniciativa que parte de Dios y es dada al hombre, un don de Dios; no proviene del intelecto o experiencia del hombre.
Jesús en su condición de Dios es omnisciente, lo sabe todo. La expresión “desde el principio” se puede interpretar que Él sabía desde que los conoció cómo actuarían, es decir si creerían o no; también se interpreta que antes de que existieran, es decir antes del inicio de los tiempos, Él ya sabía quienes habrían de creer. Al ser Jesucristo Dios mismo, ambos casos son válidos, aunque el segundo representa la presciencia (el conocimiento previo) de Dios, Él sabía quienes no habrían de creer y también sabía quienes estaban en el corazón del Padre para ser bendecidos con gracia.
Cristo no desea ser la imagen o figura decorativa de un grupo de impíos. Siempre es mejor andar solo que mal acompañado. Muchos de quienes afirman creer en Él, al final tienen cualquier tipo de interés para seguirlo, menos el espiritual. Sus palabras fueron lapidarias para los intereses de muchos, porque no creían de verdad, y, por tanto, lo abandonaron.
Finalmente, retando la fe de los doce que quedaban, les pregunto si también se querían ir. Era una forma de comprobar si sus palabras habían calado en sus almas. La respuesta de Pedro no se dejó esperar: ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído y conocemos que tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente (Juan 6:68-69). Eso es creer de verdad, saber que no hay nadie mejor a quien más ir.
Les deseo un día muy bendecido.
“Es mejor decir la verdad que duele y luego sana, que la mentira que consuela y luego mata”. A.R.