No por tu justicia, ni por la rectitud de tu corazón entras a poseer la tierra de ellos, sino por la impiedad de estas naciones Jehová tu Dios las arroja de delante de ti, y para confirmar la palabra que Jehová juró a tus padres Abraham, Isaac y Jacob. Deuteronomio 9:5 RVR1960
Queridos amigos, la presunción de que el Dios del Antiguo Testamento es un Dios caprichoso y castigador es completamente falsa. El problema es que quienes realizan dicha afirmación son ignorantes de Dios y de Su Palabra, y ven con horror la obra justa de Dios, porque su propia justicia dirige sus vidas.
Dios destruyó varios pueblos durante la conquista de Canaán debido a su maldad. Dios decide obrar justicia en ese momento movido por su soberanía e infinita sabiduría. En un caso mandó el diluvio, en otro hizo llover fuego sobre Sodoma y Gomorra y en el caso de los habitantes de la tierra prometida se valió del pueblo de Israel para destruirlos, y en ningún caso se le puede acusar de injusticia.
Moisés como gran guía espiritual de Israel tenía el deber de hacer entender al pueblo bajo su dirección, que la entrada a la tierra prometida sería fácil, a pesar de que los anaceos, hijos de Anac, eran enormes de estatura y conocidos como feroces guerreros. Cuarenta años antes los enviados de Moisés se amedrentaron con sólo verlos, lo cual fue causa para que mintieran y no entrasen a la tierra prometida.
Había que convencer al pueblo de que Dios obraría manejando a aquellos gigantes. La buena noticia es que nada ni nadie se puede interponer cuando Dios decide obrar. Moises al describir el poderío de los enemigos, deseaba que el pueblo depositase su confianza en el Señor de los ejércitos; como líder espiritual su mayor anhelo era llevarlos a Dios. Pero Moisés también se ocupó de repetirles reiteradas veces de que no recibirían la tierra prometida a causa de su rectitud, porque eran un pueblo de dura cerviz, que se había rebelado ante Dios de manera repetitiva desde su salida de Egipto.
Dios estaba asegurando a su pueblo escogido, que Él iría por delante como fuego consumidor y vencería al enemigo, pero el pueblo debía hacer su parte: el Señor los destruirá y humillará (los sometería a su poder) y tú los echarás, y destruirás en seguida, tal como el Señor te ha dicho (Deuteronomio 9:3).
El pueblo de Israel estaba siendo bendecido, pues Dios lo estaba encausando a ser conquistador después de haber vivido oprimido bajo esclavitud durante siglos. Dios lo utilizaría como medio para destruir a los anaceos y al mismo tiempo iniciarían la conquista de la tan anhelada tierra prometida.
Los israelitas no tenían virtudes suficientes que destacar ante Dios como para hacerse merecedores de la tierra prometida, en realidad eran un pueblo pecador. La alianza que Dios había hecho con sus padres Abraham, Isaac y Jacob era el motivo por el cual recibirían la promesa.
El pueblo hebreo se resistía tercamente a la voluntad de Dios y si se juntaba con las otras naciones sus pecados se multiplicarían, pues los habitantes de la tierra prometida eran paganos, adoradores de ídolos y tenían gran capacidad para influir negativamente, gracias al poder seductor del pecado.
Dios había ordenado tácitamente que los paganos fueran destruidos. Él obraría justicia sobre ellos por sus pecados y, de esa manera, evitaría la contaminación de su pueblo escogido. Observamos la mano de Dios dirigiendo los acontecimientos, de tal forma que el hombre no se puede jactar de ser el artífice de sus logros.
Debemos gloriarnos en Cristo Jesús, en Él tenemos justicia y poder. Nosotros no tenemos nada de qué gloriarnos, pues no existe virtud alguna en nosotros que podamos sacar a relucir ante el Señor. Si disfrutamos de la vida eterna no se debe a nuestros méritos, sino a la gracia infinita de Dios y toda Su obra redentora.
Reflexionemos, ¿acaso nuestro pasado no está plagado de rebeldes transgresiones? Si Dios nos está usando para su servicio es porque decidió soberanamente bendecirnos con gracia. Cristo obró justicia y pagó por nuestros pecados y ya no somos deudores ante la justicia, pero seguiremos en deuda ante la misericordia de Dios.
Les deseo un día muy bendecido.
“Es mejor decir la verdad que duele y luego sana, que la mentira que consuela y luego mata”. A.R.