A pesar de eso, ninguno de ustedes confió en el Señor su Dios, Deuteronomio 1:32 NVI
Queridos amigos, muchos se declaran creyentes, y hasta conozco a algunas personas, que aseveran conocer a Dios desde muy temprana edad de su vida.
Me pregunto si conocen las promesas de Dios ¿cuánto creen realmente en ellas? Me respondo lamentando que la mayoría de ellos no las conoce y por tanto, difícilmente, creerán en ellas, y menos con firmeza.
Por otro lado, están las maravillas que Dios realizó con su pueblo escogido Israel, que deberían servir de ejemplo también para los creyentes de todos los tiempos. Pero muchos que afirman creer en Dios dudan sobre sus obras.
La experiencia del pueblo con los sucesos durante sus últimos días en Egipto (las plagas que Dios había enviado a Faraón para que liberase al pueblo oprimido), los extraordinarios eventos del éxodo (recibieron muchas cosas de valor en su salida de Egipto, las aguas del mar se abrieron de par en par para que pudieran escapar sobre suelo seco del ejército egipcio) y las varias señales que Dios había realizado en el desierto (una nube les daba sombra de día, una columna de fuego les alumbraba de noche, no les faltó alimento), por lo visto, fueron insuficientes para que el pueblo pudiese creer en la victoria que Jehová le daría en ese momento, pues se encontraban a un paso de entrar en la tierra prometida.
Me sorprendo con la ceguera y la corta memoria del pueblo de Israel, sin embargo, no me animo a juzgarlo, porque pienso que cualquier otro pueblo habría actuado de manera parecida. En ese sentido no debería ser sorpresa ver personas en nuestros tiempos caminando por la vida sin tomar en cuenta a Dios.
El lugar donde se encontraban se llamaba Cades-Barnea, un sitio desértico inhóspito y lleno de arena, pero muy cercano a Canaan, la tierra prometida donde fluía leche y miel. Considero que todos tenemos nuestro Cades-Barnea, así como Israel pensó más en la fortaleza de sus enemigos y en las dificultades por las que venía atravesando, de igual manera nos distraemos con nuestros miedos e inseguridades, y procedemos a actuar en nuestra propia fuerza, olvidando o desconfiando del poder de Dios.
Cuando las circunstancias dominan y apartamos a Dios del problema, cuando no sometemos nuestras tentaciones y corrupciones internas al dominio del Todopoderoso, cuando nos enfrentamos a gigantes y fortalezas, según nosotros, más poderosas que el Señor Jesucristo, entonces estamos volviendo al cruento desierto.
El autor del libro de Hebreos nos exhorta diciendo: mirad, hermanos, que no haya en ninguno de ustedes corazón malo de incredulidad para apartarse del Dios vivo (Hebreos 3:12), y a pesar de ello nos resistimos a creer.
No existía motivo ni circunstancia para desconfiar de Dios, pero en ese pueblo residía un corazón incrédulo, y toda desobediencia a sus preceptos y desconfianza de su poder son efecto de la incredulidad. La consecuencia fue que el pueblo tuvo que vagar otros 38 años antes de poder ingresar en la tierra prometida, para ese momento todos los incrédulos fueron destruidos, es decir murieron sin tener entrada en el cielo.
Judas nos recuerda que el Señor primero salvó a su pueblo sacándolo de Egipto y después destruyó a los que no creyeron (Judas 1:5). De igual manera en Hebreos se hace hincapié en la desobediencia que conduce a que los incrédulos no entren en el reposo de Dios (Hebreos 3:18-19)
No se puede aseverar ser creyente sin demostrar obediencia, y toda obediencia de corazón proviene de la fe. Se requiere de valor para andar con firmeza por el camino de la obediencia, desechando y rechazando todos los obstáculos de la carne y del mundo. Aquello que sustenta y fortalece es Dios y sus maravillosas promesas.
Les deseo un día muy bendecido.