“Y a los hijos de Israel hablarás, diciendo: Cualquiera que maldijere a su Dios, llevará su iniquidad.” Levítico 24:15 RVR1960
Queridos amigos, en estos tiempos revueltos en los que vivimos es bastante común escuchar a impíos ofendiendo o insultando a Dios de manera muy irreverente.
La práctica de la blasfemia contra el Creador es habitual en algunos círculos de personas que se tildan de progresistas e intelectuales. En nuestra cultura cualquiera puede blasfemar el nombre de Dios y en el peor de los casos recibe una reprimenda airada de algún creyente celoso de su Señor.
En aras de la libertad de expresión vale casi todo, y las consecuencias sociales sino legales son de lejos mayores cuando se insulta al presidente o al papa, que cuando se blasfema el nombre de Dios.
El contexto de este versículo es: un hombre de padre egipcio y de madre hebrea en una pelea terminó blasfemando el nombre de Dios. Quienes le escucharon sabían que lo que hizo era muy grave, por lo que fue encarcelado y se esperó a que Dios hablara. Jehová habló a Moisés y le ordenó que sacara fuera del campamento al blasfemo y que la congregación lo apedreara hasta morir.
Ante la situación de tanta ligereza, en estas épocas, para tomar en serio las cosas de Dios, el castigo de la blasfemia ordenado por Dios en los tiempos del Antiguo Testamento parece en extremo severo, algunos, sin temor a equivocarme, juzgan a Dios cada vez que se encuentran ante situaciones que no condicen con su pensar. ¡Juzgar a Dios, eso sí que es necedad!
El comentario aceptable de hoy sería «por expresar mi sentir, que no es otra cosa que el resultado de mi libre pensamiento, ¿he de morir?, ¿no es esto ridículo?»
La dureza del corazón del hombre natural no permite que vea un palmo más allá de sus narices, no es capaz de discernir las maravillas de Dios a la vista de todos, menos habrá de deducir la verdadera magnitud del poder y justicia del Señor de los ejércitos.
Pensando en algo, digamos simple, como es sembrar y cosechar, el hombre consigue la semilla (que Dios le provee) y la siembra, luego la riega y espera a que crezca y cosecha el fruto de su trabajo, sin embargo, la gran obra (en el medio) viene de Dios y los impíos la atribuyen a la sabiduría de la naturaleza. No es posible discutir sobre paisajes con ciegos ni sobre música con sordos.
El humanismo lleva a dar un valor incalculable a la vida física del hombre, pero no comenta nada sobre el valor de la vida espiritual, porque no lo entiende.
Cuando se comprende la verdadera dimensión de una vida espiritual eterna compartiendo morada con Dios, también se entiende que no se puede jugar con el Rey de reyes y Señor de señores.
La ofensa más sería es aquella contra Dios, Él es quien da vida y la quita. En estos días de falsas libertades al parecer todo está permitido bajo el lema “que, si haces algo en la medida en que no dañe a nadie, entonces no está mal”.
Este pensamiento no condice con la justicia de Dios. Es menester saber que Jehová es perfectamente justo, por tanto, cualquier acción que Él tome siempre estará enmarcada dentro de ese atributo de justicia, indiferente si a los ojos del hombre se ve como justo o no.
Que la luz del Señor ilumine esplendorosamente su día.