Ay del que llena su casa de ganancias injustas en un intento por salvar su nido y escapar de las garras del infortunio! Habacuc 2:9 NVI
Queridos amigos, indiferente si el origen de las riquezas de los ricos es honesto o deshonesto, ellos sufren por cuidarlas y no perderlas.
Se angustian con los cambios políticos y económicos, la preocupación por sus bienes materiales suele ser mayor que la supuesta felicidad, que éstos pueden proveer, pero aun así consideran estar seguros. Piensan que cuentan con la seguridad necesaria, pues sus riquezas son su ciudad fortificada y como un muro alto en su imaginación (Proverbios 18:11). Su íntimo pensamiento es que sus bienes serán eternos (Salmos 49:11).
Con las (grandes) caídas económicas las fortunas desaparecen y en un instante varios de los ricos se ven desprotegidos, al extremo de suicidarse por pensar que ya no hay salida, porque todo terminó. Aquí tenemos a hombres que no pusieron a Dios por su fortaleza, sino que confiaron en la multitud de sus riquezas, y se mantuvieron en su maldad (Salmos 52:7) hasta quitarse la vida.
Por otro lado, están aquellos, que, en ignorancia o a sabiendas, llevan maldición a su casa, pensando en salvar su nido alejándose del infortunio. No escatiman esfuerzos para conseguir ganancias deshonestas, y no hacen otra cosa que acarrear males a su familia so pretexto de darles bienes.
El pecador puede creerse muy inteligente y astuto, pero no está tomando en cuenta el mal que se hace a sí mismo, a su propia alma, además del mal que con sus engaños, fraudes o robos hace a su prójimo.
En el libro de Josué tenemos la historia de Acán, quien tomó codiciosamente y de manera indebida lo que le era prohibido, lo cual condujo a que Dios castigara al pueblo de Israel con una derrota militar. La codicia de Acán seguramente fue justificada por el pensamiento de protección que él tenía por su familia, pero no dejó de ser un motivo de castigo para Dios.
Una vez verificado que Acán era el autor del robo y de la desgracia acaecida, se sacaron todas sus pertenencias al valle de Acor, incluida su familia. Después de imprecarle por el mal que les había hecho le apedrearon a él junto con sus familiares y todos murieron.
Para estos tiempos modernos tal castigo se ve como demasiado cruel, sin embargo, Acán y su familia habían transgredido contra Dios, incumpliendo su mandato. El pueblo de Israel al mando de Josué dio cumplimiento en obediencia a la prescripción de Dios, quien, como en otras ocasiones, pudo haber dado castigo por su propia mano, pero en su soberanía decidió, que fuera el pueblo quien cumpliera con la ejecución del merecido castigo (Josué 7:1-26).
Bien pudo Josué decir “ay de aquel que tome lo que no le pertenece”, pues el castigo de Acán nos tiene que servir de ejemplo a todos nosotros. El transgresor de estos tiempos no morirá apedreado, y quizás ni siquiera tenga una muerte violenta, pero su alma estará lista para la muerte definitiva y eterna, después del justo juicio de Dios.
El contexto de esta parte del libro de Habacuc se refiere a una profecía para Babilonia específicamente, pero el mensaje de juicio no ha perdido su vigencia, pues sirve en la actualidad como sirvió en la antigüedad. Todo lo que el codicioso haya amontonado servirá como testimonio en su contra, y ay de él, porque será arrojado al horno de fuego, y allí será el llanto y el crujir de dientes (Mateo 13:50).
Solo Jesucristo puede alejarnos de nuestra maldad para dejar de jactarnos de los deseos de nuestras almas, pues por nuestra iniquidad solemos alentar a la codicia, despreciando a Dios (Salmos10:3-6).
Creemos de corazón que lo material nos dará seguridad y que nunca nos alcanzará el infortunio, por eso nos esforzamos por conseguir más y más. El resultado es que muchos terminan como los más ricos del cementerio y con un viaje completamente pagado hasta el infierno, gracias a la ausencia de Dios en sus pensamientos, en sus corazones y en sus vanas vidas.
Que sea nuestro Rey de reyes y Señor de señores quien guíe nuestro caminar por este mundo, para eso nuestra vida debe ser Cristo céntrica en nuestros actos y pensamientos.
Les deseo un día muy bendecido.