Y bendito sea tu razonamiento, y bendita tú, que me has estorbado hoy de ir a derramar sangre, y a vengarme por mi propia mano. 1 Samuel 25:33 RVR1960
Queridos amigos, con frecuencia, mientras nos relamemos la heridas, realizamos elucubraciones de cómo nos gustaría vengarnos.
Diseñamos en nuestras mentes las más imaginativas formas para tomar venganza, y ya vemos con beneplácito a nuestro odiado enemigo sufriendo las consecuencias por haber atentado contra nosotros.
Posiblemente nunca lleguemos a poner en práctica nuestros planes macabros de venganza, pero el pecado que mora en nosotros ya consiguió poner entre sus garras a nuestra mente para conducirla a pensamientos de maldad.
Quizás algunos no quieran admitir que se dejan llevar por la sed de venganza para no empañar su imagen, pero sabrán en su interior que es así, sin poder ocultar a Dios su corazón, aunque así lo quieran.
Las formas de venganza que solemos imaginar van desde borrar del mapa la presencia del enemigo hasta hacerlo quedar mal públicamente con una cantidad enorme de posibilidades entre medio para infligirle sufrimiento.
En algunos casos las pasiones suelen transportar a las personas a actuar ciegamente, especialmente cuando se cree equivocadamente, que la venganza debe ser el efecto inmediato e imprescindible a ser realizado para satisfacer con las propias manos una sed (desmedida) de resarcimiento.
El hombre no debe vengarse, es un mandato de Dios. El creyente está mandado a no tomar venganza, porque la venganza le pertenece a Dios: “La venganza es mía, Yo pagaré”, dice el Señor (Romanos 12:9, Deuteronomio 32:35).
Si la misericordia fuera la moneda con la que pagamos los agravios, la venganza no tendría lugar en nuestras mentes y corazones. Los creyentes estamos llamados a misericordia. No es negociable, el convertido verdadero siempre debe actuar con misericordia y dejar en manos de Dios la venganza.
Por el amor cristiano que mora en el creyente genuino, éste debe sobreponerse para no desearle el mal a su enemigo. Por lo tanto, no debería ni siquiera mencionar la posibilidad de que Dios obrará venganza sobre él y menos en su nombre, si así fuera, sería una clara señal de falta de amor y de misericordia.
A pesar de tener a Jesucristo en el corazón podemos caer en la grave tentación de la venganza. Es curioso, pero cuando más peligramos de caer en pecado, más seguros estamos de llevar adelante nuestros planes. Incluso vemos como impertinente interferencia la intervención de alguien que nos exhorta en amor a no continuar con nuestro malévolo propósito. El rechazo a dicho consejo siempre será un gravísimo error, que terminará por herir la santidad de Dios.
David, futuro rey de Israel, había sido agraviado por Nabal, quien había rechazado con desprecio su humilde pedido. Su orgullo de hombre de guerra fue tocado y cegado por la ira, se desplazó con un pequeño ejército para destruir a Nabal.
Abigaíl, la esposa de Nabal, le salió al encuentro para evitar que matase a su marido. Una acción providencial para David, quien con sabiduría supo aceptar “el estorbo”. Deberíamos dar gracias a Dios como David lo hizo, deberíamos pedir por que una Abigaíl se nos cruce en el camino del pecado hacia la venganza.
Jamás hagamos que se nos cierren los oídos al sano consejo, reproche o advertencia, podemos estar seguros de que viene de parte de Dios. ¿Acaso no deberíamos estar profundamente agradecidos cuando alguien llega justo a tiempo para recapacitarnos? Nuestro corazón debería estar rebosante de gozo por no haber llegado a perpetrar pecado alguno.
La advertencia, incluso el reproche, deben ser tomados con alegría, aunque muchos consideran haber obrado bien y se dan por satisfechos después de haber oído con paciencia y sin interrumpir. Siempre que alguien nos ayude a impedir un pecado, debemos recibirlo con gratitud.
Les deseo un día muy bendecido.
“Es mejor decir la verdad que duele y luego sana, que la mentira que consuela y luego mata”. A.R.