Pero el hombre de Dios le respondió al rey: —Aunque usted me diera la mitad de sus posesiones, no iría a su casa. Aquí no comeré pan ni beberé agua, porque así me lo ordenó el Señor. Me dijo: “No comas pan, ni bebas agua, ni regreses por el mismo camino. 1 Reyes 13:8-9 NVI
Queridos amigos, para negarle un pedido a una poderosa autoridad, se debe ser muy osado y valiente o se tiene que estar sustentado en alguien aún más poderoso.
El hombre de Dios, un profeta de Judá, se presentó delante del rey Jeroboam para hablar en nombre de Dios. Profetizo que el altar pagano en el que el rey se estaba disponiendo a quemar incienso, sería derribado y que las cenizas se esparcirían.
Ante tal afrenta el rey extendió su brazo para ordenar que tomaran preso al profeta, pero en el acto se le paralizó el brazo. Inmediatamente después el altar se vino abajo y las cenizas se esparcieron.
Al rey le quedó claro que el profeta era un hombre enviado por Dios y, por tanto, no tuvo otra alternativa que humillarse, pidiéndole que orara para apaciguar la ira de Dios y para que le curara el brazo. Ningún hombre de Dios, ya sea un profeta o un creyente común y corriente le desea el mal a nadie. En ese sentido el profeta oró en humilde súplica, sin hacerse esperar, y se le curó el brazo al rey.
La actitud del rey para con el hombre de Dios cambió radicalmente después de que le fue restaurado el brazo. Le ofreció comida y un regalo. El profeta no solo no aceptó ir con él, sino que su negativa fue rotunda, pues le aseguró que si su regalo incluso fuera la mitad de su reino, no podía aceptarlo, porque debía cumplir con la orden expresa de su Señor, de no detenerse ni para comer ni para beber, además de no volver a pisar el mismo camino que lo había conducido hasta ahí.
Dios le había prohibido a Su enviado comer y beber durante su visita al rey Jeroboam en Betel. Era una forma clara para demostrar su contrariedad ante la idolatría, pues Dios aborrece no sólo la idolatría sino también la apostasía. Si el profeta se quedaba a compartir con los idólatras y apóstatas, habría tenido comunión con las tinieblas, y Dios no quiere eso para los suyos.
Existen muchas ocasiones en que un creyente no puede evitar compartir con incrédulos. Mientras todo se mantenga en un marco de razonabilidad alineada a los preceptos de Dios, todo estará bien. Pero si el tono de la reunión se va oscureciendo es menester del cristiano escapar, para no compartir ningún pecado.
Pero la historia no termina ahí. El hombre de Dios partió sin retardo tomando obedientemente un nuevo camino para el retorno. Mientras descansaba debajo de un árbol se le acercó un profeta anciano, que montando su asno había salido tras él. El anciano lo invitó a comer a su casa, pero el hombre de Dios le respondió que no podía, pues su Señor le había prohibido comer y beber en ese lugar geográfico.
El extraño replicó que también era profeta, como él. Lo engañó convenciéndolo de que un ángel, obedeciendo la palabra del Señor, le había dicho que lo llevara a su casa para compartir la comida. Y el hombre de Dios de Judá volvió con el anciano, y comió y bebió en su casa.
Todavía sentados a la mesa el profeta anciano le anunció lo que el Señor le había dicho: Has desafiado la palabra de Dios y no has cumplido la orden que te dio. Morirás y tu cuerpo no será sepultado en la tumba de tus antepasados.
El anciano le aparejó un asno y el hombre de Dios se puso en camino. Al poco tiempo de partir un león le salió al paso y lo mató, pero no se lo comió. El león y el asno se quedaron junto al cadáver. El anciano se enteró por los viandantes de lo sucedido y fue al lugar para rescatar los restos mortales. Cuando llegó, el asno y el león estaban ahí, cuidando al finado.
Cumpliendo con las palabras proféticas dichas el anciano hizo enterrar al profeta engañado en una tumba de su propiedad, e hicieron duelo, clamando “ay hermano mío”.
Acá no hay que enfocarse en la mentira (nunca buena ni justificada) del profeta anciano, que fue usado por Dios para darnos a todos una lección. El enfoque debe estar en la desobediencia del hombre de Dios, que murió por escuchar a otro hombre que supuestamente tenía un mensaje de Dios, en vez de escuchar a Dios mismo.
Solemos caer en la tentación de escuchar a personas, que a nuestro juicio dicen cosas buenas, pero en la mayoría de las veces no cotejamos lo dicho con la Palabra de Dios. Seguir la Palabra de Dios es fundamental, aunque parezca contradictoria o fuera de lugar. Dios es veraz y más confiable que absolutamente todos.
Si los mensajes de otros contradicen lo escrito en la Biblia, el creyente debe rechazarlos de cuajo. Suena demasiado radical, pero no lo es, porque el engaño espiritual lleva a la muerte.
Les deseo Un día muy bendecido.
“Es mejor decir la verdad que duele y luego sana, que la mentira que consuela y luego mata”. A.R.