¿De dónde vienen las guerras y los pleitos entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones, las cuales combaten en vuestros miembros? Santiago 4:1 RVR1960
Querido amigos, la sociedad humana se puede comparar con una olla en ebullición, donde afloran y se hunden los desacuerdos, discusiones acaloradas, conflictos, peleas, insultos, odios.
Se han hecho algunos avances creando grandes instituciones internacionales con el objetivo de mantener la paz entre las naciones, especialmente después de la mayor de las guerras de la historia, la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, no se ha podido avanzar en contra de la incesante lucha entre las personas.
El egoísmo y el individualismo cada vez más arraigados potencializan la naturaleza conflictiva del hombre. La guerra no es visible porque es interior, son batallas que inquietan sobremanera el alma del hombre como resultado de sus malos deseos.
La búsqueda incesante por tener más posesiones, más riquezas, mayor poder y nivel social conduce a un enfrentamiento continuo y permanente entre los humanos, sin importar si se está en tiempos de guerra o de paz. La competencia es ardua en todos los ámbitos, ya sea en los negocios, deportes, tecnología o ciencia.
Podemos observar cómo se desatan guerras comerciales entre países y empresas, la casi desesperación por liderar en los deportes lleva a gastos desmedidos y libera todo tipo de pasiones. Las batallas descienden de las grandes escalas corporativas a niveles comunitarios y familiares, el humano individual se encuentra sumido en esta lucha imparable.
La causa raíz de este conflicto perenne es la codicia en todas sus formas. Los resentimientos, rencores, odios son causados por el empecinamiento del hombre en satisfacer sus ávidos deseos, en todas las áreas de su vida que le fuera posible.
El deseo por los placeres del mundo a nivel personal equivale a pequeñas guerras, que son peleadas cruentamente por quienes no desean perder ni un solo espacio de su dominio. De la misma manera surgen las terribles guerras entre países donde los beneficiarios observan desde un escritorio, indiferentes a los costos humanos con tal de conseguir satisfacer sus deseos de gloria, riquezas o poder.
Se trata de un afán febril por hacerse tesoros en la tierra, sin tomar en cuenta que no son duraderos porque las polillas se los comen y el óxido los destruye, además quitan el sueño, porque los ladrones entran y roban (Mateo 6:19). Conozco varios ricos cuya riqueza no les da paz ni seguridad.
Para quienes caminan sin Dios la finalidad máxima de sus vidas es satisfacer su avidez de placeres. Mientras el creyente anhela someterse a la voluntad de Dios y pospone cada vez más las invitaciones supuestamente placenteras del mundo, que alejan de la verdad.
Si la búsqueda del hombre está centrada en deseos egoístas, como por ejemplo el placer, solo conseguirá disensiones, rencillas, animadversiones y divisiones. Si sus concupiscencias mundanas y carnales son las que dominan su vida jamás tendrá contentamiento y menos satisfacciones verdaderas. Esta orientación solo aporta a engrandecer la enemistad del hombre con Dios.
Hacerse tesoros en el cielo, donde las polillas y el óxido no pueden destruir, y los ladrones no entran a robar, implica trabajar dedicada mente en la tierra aspectos de justicia y verdad, haciendo que ese sea el verdadero tesoro, poniendo en el los deseos del corazón (Mateo 6:20-21).
Pidámosle a Dios que nos ayude a confiar cada vez más en Él, desechando nuestros deseos egoístas de manera definitiva, poniendo nuestra plena atención en una vida Cristo céntrica dedicada a servir.