Jesús le dijo: Yo soy, el que habla contigo. Juan 4:26 RVR1960
Queridos amigos, existen historias de reyes, interesados por su pueblo, que salían de incógnito a caminar las calles con el objetivo de evaluar las condiciones de vida de sus súbditos.
Como no existían los medios masivos de hoy en día, muy pocos conocían el aspecto físico de su monarca, lo cual les permitía deambular sin ser reconocidos, especialmente si llevaban vestidos comunes.
Si alguien hubiera identificado a su soberano, grande hubiera sido su sorpresa al escuchar: “Sí, yo soy tu rey”.
El Rey de reyes y Señor de señores, Cristo Jesús, no ostentó posesiones y vestía como uno más del pueblo, solo se podía reconocer lo diferente y especial que era, viéndole en acción y escuchándole.
A pesar de tratarse de Dios mismo, Él no andaba revelándose a todo aquel con quien se cruzaba, ni aún con sus discípulos se daba a conocer de una manera completamente explícita.
De forma extraordinaria, el Señor se revela a una mujer extranjera, y nada menos que a una samaritana, miembro de un pueblo hostil a los judíos, cuyo sentimiento y actuar era recíproco para con los de Samaria. Adicionalmente, los judíos consideraban impropio que un rabí le dirigiera la palabra a una mujer en público, al hacerlo se estaría desprestigiando.
Una situación atípica en todos los sentidos, algo impredecible que solo nuestro Señor hace. Él obra en el lugar menos pensado con la persona menos imaginada, su inteligencia y sabiduría jamás acabarán de sorprendernos.
No existe pecado ni pecador tan grande que pueda impedir que Jesucristo acepte a sus llamados, ni aún los despreciados samaritanos.
En nuestros tiempos modernos es común decir, por ejemplo, yo soy Manuel. Los judíos evitaban la expresión “yo soy”, porque en el Antiguo Testamento es Dios quien se presenta como YO SOY EL QUE SOY, se trataba de una expresión exclusiva de la Divinidad.
Jesús se refirió de sí mismo como “Yo Soy”, lo cual desconcertaba e irritaba muchísimo a los judíos, quienes no aceptaban que un hombre en las condiciones de Jesús pudiese ser el Mesías.
La situación más sorprendente se presenta cuando el Señor se revela a la samaritana, quien no duda un instante de que Dios en persona le está hablando.
Observemos, no es el caso que unos están más ciegos que otros, y tampoco aplica el dicho “no hay más ciego que el que no quiere ver”.
Es una situación de pura revelación, cuando Dios se revela es cuando el hombre natural recién puede ver. Se trata de aquellos llamados para ver, oír y comprender.
Sin el poder de Dios obrando nadie tiene acceso a vista y oído espirituales, por tanto, no está en condiciones de reconocer genuinamente a Jesucristo como su Señor y salvador.
Hay quienes afirman que un corazón muy duro puede rechazar el llamado del Yo Soy. Mi testimonio de vida me hace pensar sobre la imposibilidad de resistirse a la gracia de Dios. ¿Quién podría oponer resistencia al poder del llamamiento del Creador?
Nadie, en su condición caída, quiere acercarse en verdad a Jesucristo. No hay ni uno bueno y tampoco ni uno solo justo, ninguno está dispuesto a aceptar vivir completamente para Él con sus exigencias. Por eso se hace necesario un poderoso e irresistible llamamiento.
Muchas de las demandas de Jesucristo son locura para el hombre natural. Y no se puede aceptar al Señor en cuotas o de manera gradual. Sin su llamamiento y sin el don de fe genuina no puede haber un nuevo nacimiento y por tanto, un cambio radical de muerte a vida espiritual sería imposible. Lo cual es imprescindible para comprender la profundidad del significado de la obediencia, y más que nada, contar con el anhelo en el corazón de vivir para la gloria de Dios.
Le pido al Señor nos de entendimiento para comprender el sentido perfecto de la obediencia, eso significaría que hemos sido llamados.