Si en mi corazón hubiese yo mirado a la iniquidad, El Señor no me habría escuchado. Salmos 66:18 RVR1960
Queridos amigos, en algún momento todos hemos gozado nuestro minuto de gloria, donde nos hemos impuesto en contra de lo amable y coherente, argumentando tener potestad suficiente como para hacer lo que nos viene en gana.
Viví una experiencia de ese tipo en un renombrado hotel donde existe la exigencia de no fumar, lo cual se convierte en una promesa para los que no fumamos. Ocurre que el dueño del hotel, que también es un poderoso banquero, tenía una reunión, no sé si de amigos o de negocios, donde fue de manera flagrante en contra de la regla de su hotel de no fumar, imponiéndose su capricho de permitir que sus invitados fumasen sendos puros y viesen su capacidad de hacer lo que se le diese la gana.
Al borrar con el codo lo que escribió con la mano, mostró un grado importante de incoherencia y dio una señal clara a su personal. No fue gentil con quienes nos sentíamos afectados por la presencia de humo y tuvimos que salir del lugar para terminar nuestra cena en la habitación.
Lo más interesante de todo esto es que los empleados no entendían la dimensión de los hechos. Percibí que veían como algo exagerado el hecho de que hubiese personas que no toleraran el humo. No tienen idea de que el cuerpo (del convertido) es templo del Espíritu y que no hay que contaminarlo.
Ahora bien, desde la perspectiva espiritual podemos observar la concupiscencia del dueño, la cual es muy probablemente sentirse el señor todopoderoso, sumado a su desconocimiento de Dios conjuntamente al de sus empleados. En el mundo este tipo de accionar no es visto como pecado, para algunos incluso es una actitud para admirar y replicar.
No miran la iniquidad en su corazón y por supuesto que ni cuenta se dan de su pecado. Eso es lo que se conoce en la Escrituras como ceguera y sordera espiritual. Son muy conscientes que no están haciendo bien y sin embargo, la transgresión es la que se impone, dándoles la dulce satisfacción del pecado.
En contraposición estamos los creyentes, que por la pura misericordia y gracia de Dios podemos discernir estas cosas. No debemos sentirnos de ninguna manera superiores, porque no somos mejores que cualquier pecador del mundo.
El hecho de reconocer el pecado en nuestros corazones nos lleva a ver todo desde una nueva perspectiva. Al convertirnos (en verdad, al ser convertidos por Dios) de tener un espíritu muerto en delitos y pecados a poseer uno renovado para vida nueva, también pasamos por el proceso de arrepentimiento, que implica un cambio radical en la manera de pensar y de vivir.
Nuestra naturaleza caída no permite que busquemos a Dios (Romanos 3:11), si Él no nos buscara, jamás confesaríamos el pecado de nuestro corazón, y por tanto, tampoco seríamos escuchados.
Bendito sea el Dios Todopoderoso que sin que lo merezcamos se acerca a nosotros pecadores y nos da la oportunidad del arrepentimiento en su bondad y paciencia. Alabado sea el Santísimo que a pesar de todos nuestros pecados está dispuesto a escucharnos.
Debo admitir que en el hotel fui presa de la tentación y me molesté por la humillación recibida, olvidando momentáneamente la forma en la cual Jesucristo fue humillado. Gracias a Dios el tiempo en el cual fui deleite de Satanás fue corto, me arrepentí de mi enojo y le pedí humildemente al Señor que me bendijera con el fruto del Espíritu, en especial con paciencia y dominio propio.
Les deseo un día radiante de bendiciones espirituales.