El que no me ama, no guarda mis palabras; y la palabra que habéis oído no es mía, sino del Padre que me envió.” Juan 14:24 RVR1960
Queridos amigos, sin duda el vínculo del amor es el lazo más poderoso que existe. Dios ama al Hijo y el Hijo ama al Padre. El Padre ama a sus hijos y los hijos de Dios aman al Padre celestial. Jesucristo ama a los suyos y los suyos le aman a Él.
El amor de una madre por su hijo, o el amor de un amado hacia su amada son vínculos tan grandes que perduran durante toda la vida y terminan con la muerte física. Sin embargo, el amor de Dios y hacia Dios por parte de Jesucristo y los hijos de Dios perdura para la eternidad y dicho lazo de unión nadie jamás lo podrá cortar.
La obediencia es la única prueba del amor a Cristo. Él conoce los corazones de todos y sabe quienes anhelan obedecerle y, por tanto, amarle. Los mandamientos de Cristo están para obedecerlos, así lo reconocen aquellos que conocen y reconocen a su Señor, además lo valoran entrañablemente.
Bajo dicha premisa no solo es necesario conocer los mandamientos para aplicarlos obedientemente, sino también para guardarlos como un tesoro en nuestro corazón y hacerlos parte integral de nuestra vida.
El amor fingido lleva en el mejor de los casos a una obediencia externa, pero el amor sincero conduce a un cumplimiento del deber interno y externo. Donde hay amor genuino la obediencia se genera por gratitud (y no por interés). Nuestro amor es prueba y consecuencia de nuestro agradecimiento, y nuestro anhelo por dar gracias nos conducirá a desear ser obedientes, lo cual se convierte en amor.
Más allá de los mandamientos está la Palabra de Dios como término más amplio, que puede referirse a las Sagradas Escrituras en su conjunto o al mensaje completo del Evangelio. Por lo tanto, es también indispensable guardar dicho mensaje en su totalidad en señal de amor a Jesucristo.
Observamos que el discípulo verdadero valida su amor hacia su Señor a través de la obediencia. El seguidor genuino de Cristo tiene como condición ser obediente a su Palabra para poder llamarse cristiano.
Jesucristo pone como condición guardar sus mandamientos, para permanecer en Él, y se pone como ejemplo diciendo, que Él sí ha guardado los mandamientos de su Padre y, por tanto, permanece en su amor (Juan 15:10).
El que es salvo gracias a la muerte sacrificial de Cristo Jesús en la cruz del calvario, es porque creyó verdaderamente que Jesucristo es su Señor y salvador. Los salvos cuentan con la seguridad absoluta de no perderse por más que el barco de este mundo naufrague. Pero la seguridad de tener como único destino el cielo, no conduce a que pequen libremente, más bien desean la santidad, lo cual conduce a obediencia y a esforzarse por guardar los mandamientos de Dios.
El que no ama a Dios, a pesar de reconocer que existe, que es todopoderoso, que hasta le puede llamar señor, que se reconoce como pecador y que sabe (intelectualmente) de lo malo del pecado, tendrá un límite entre su obediencia y la conveniencia de pecar. La ocasión hará al ladrón o al sobornador, por ejemplo.
Los que son obedientes a Dios, es porque Le aman, por lo tanto, no solo gozan de la mencionada seguridad, sino también de la revelación (mayor entendimiento) de Dios, la cual se completa cada vez más mediante el cumplimiento de los mandamientos. A mayor comunión con Dios, existirá mayor revelación, pues ambas dependen del amor y el amor depende de la obediencia.
El creyente genuino no es perfecto, porque peca y probablemente seguirá pecando. Pero a pesar de sus fracasos espirituales (dígase pecado) anhela en lo más profundo de su corazón, continuar en el camino de Dios, elevando su vista hacia el cielo y humillando su corazón por su inutilidad para no dejar de pecar en su propia fuerza.
Les deseo un día muy bendecido.