Sécase la hierba, marchítase la flor; más la palabra del Dios nuestro permanece para siempre.” Isaías 40:8 RVR1960
Queridos amigos, en el mundo existe el dicho «no hay mal que dure cien años», con él se quiere expresar que todo pasa, especialmente lo malo.
No hay nada que permanezca sin cambio, el mundo cambia, las culturas nacen y perecen una detrás de otra y lo que al hombre le parece inmutable finalmente cambia.
Hay ricos y poderosos que piensan que pueden conquistar el mundo y que en un santiamén lo pierden todo por un giro en las bolsas de valores.
Nada está asegurado en esta vida, es otro famoso dicho, que expresa con toda claridad lo perecedero y lo incierto del mundo para el ser humano.
Si bien los avances de la ciencia son extraordinarios todos nos seguimos muriendo, la comida también se pudre en el refrigerador, es necesario hacer arreglos continuos en cualquier edificación y lo más llamativo es ver cómo el dinero desaparece como por arte de magia de nuestras cuentas bancarias.
A pesar de que todo cambia y nada es seguro el hombre natural continúa aferrándose a lo material, a lo que por un tiempo fascina y posiblemente satisface, e incluso llega a dar la sensación de un relativo contentamiento, porque no es posible hablar de verdadera felicidad.
Se valora lo físico, lo terrenal, todo lo mundano.
Quizás se piensa de pasada en lo divino, en lo celestial, sin embargo, al no ser próximo y tangible solo queda en un destello del pensamiento o como mucho en actos religiosos, para continuar con la rutina.
Las Escrituras afirman que la Palabra de Dios no pasa, es eterna, el resultado es que lo que hagamos y sea visto a la luz de la Palabra, sea bueno o malo, tendrá un final eterno, nunca pasará.
En la medida en que seamos obedientes a esta Palabra divina y vivamos esta vida acorde a cómo nos indica que actuemos, tendremos la eternidad para gozar de la presencia de Dios. Para lograr tan preciado objetivo es preciso primero arrepentirse y convertirse.
Dios le bendiga con su maravillosa gracia.