A mí, que soy menos que el más pequeño de todos los santos, me fue dada esta gracia de anunciar entre los gentiles el evangelio de las inescrutables riquezas de Cristo, Efesios 3:8 RVR1960
Queridos amigos, con una sonrisa de pena, leí en el muro de una potencial amiga del Facebook, que decía de sí misma: Hija de Dios, Hermana, Profeta y Evangelista (con mayúsculas) en un determinado ministerio y como el cherry de la torta, su suegra estaba descrita como Pastora Santa.
Esto trae a mi recuerdo la visita de un súbdito chileno a mi domicilio en ocasión de una reunión de célula, quien me dio su tarjeta de presentación donde ostentaba el título de apóstol. En mi ignorancia de neófito de la fe quedé impresionado por la presencia de tan alta autoridad, nada menos en mi casa.
Me consuelo en no haber sido el único crédulo ingenuo, mis “líderes” de aquel tiempo también lo eran.
No se trata de un acto de desconfianza sobre la santidad de mis hermanos en Cristo, sino de la suerte de presunción o soberbia “santa” de personas ignorantes del verdadero sentido de la humildad, que se creen súper ungidas por el Espíritu Santo, y sus ciegos seguidores ayudan a potenciarlas con gran efectividad.
Ni el gran Pablo se vanaglorió de su condición de apóstol, pues no tenía motivo para hacerlo, fue grande sólo por el poder y gracia de Dios. Lo que él hacía era describirse como apóstol a fin de evidenciar el depósito que Dios había puesto en él. Por ejemplo, en el libro de Romanos realiza su introducción humillándose ante su Señor, reconociendo públicamente, que es esclavo de Jesucristo, después dice que es apóstol enviado a predicar el Evangelio. Nunca deja de aclarar que fue escogido por la voluntad de Dios, lo cual, muy probablemente, también aseveran estos “ungidos”.
Sabedor de su tremendo pecado, no mayor al de muchos otros, se describe a sí mismo como menos que el más pequeño de todos los santos. Por el contrario, muchos que no son verdaderos enviados de Dios, viven en la vanagloria de títulos ostentosos, tales como pastor, aunque hoy ya suena a poco, obispo, reverendo, reverendísimo, profeta, apóstol, patriarca, etc.
Todos títulos sacados fuera de contexto y utilizados de mala manera. Mi único Pastor es Jesucristo, y después de los tiempos del Nuevo Testamento ya no existen profetas o apóstoles enviados por Dios, que no eran títulos jerárquicos, sino descripciones de sus funciones.
Ni los grandes títulos ni la riqueza de las congregaciones llevan a los líderes a ser mejores cristianos. La grandeza de los verdaderos ministros de Jesucristo tiene origen más noble y nace de principios diferentes. La verdadera grandeza viene de alabar y agradar a Dios en sumisión y obediencia, con toda humildad, muriendo a sí mismo para que Cristo viva.
Tanto los ostentosos como los humildes son igualados por la muerte. Sus títulos se entierran junto con ellos, solo la santidad queda para la eternidad. Este aforismo, cuyo autor desconozco, me parece adecuado: “solo la virtud vale más que todos los títulos; y ¿qué son todos los títulos sin la virtud?”
Los que son promovidos por el Padre celestial a cargos de responsabilidad, se sienten inmerecedores de dicho honor, porque Dios también les otorga la gracia para ser humildes.
Se podría deducir que quienes ostentan cargos y títulos no han sido bendecidos con la gracia divina y se trata de falsos maestros y profetas, o son creyentes muy poco maduros.
Jesús nos advirtió que vendrían “falsos Cristos y falsos profetas” e intentarían engañar aún a los elegidos (Mateo 24:23-27, 2 Pedro 3:3, Judas 17-18). La mejor defensa ante las falsedades es el conocimiento de la verdad. Estudiar la Biblia y juzgar toda enseñanza bajo la luz de lo que dice la Escritura lleva a discernir efectivamente lo falso de lo verdadero.
La flojera espiritual de muchos creyentes crédulos les lleva a quedar cautivos en los lazos de falsos maestros y profetas, y la ignorancia de la verdad de los hombres carnales, sabios en su propia opinión, les conduce a caer en las diferentes trampas que tiende el maligno a través de sus ignorantes (o no) representantes en muchísimas congregaciones. Que Dios nos de ojos para ver y oídos para oír.
Finalmente deseo exhortarles con el siguiente pensamiento: “los analfabetos del siglo XXI no son los que no saben leer ni escribir, sino aquellos que no pueden desaprender las muchas mentiras que les enseñaron a creer.” La única verdad viene del Altísimo, Jesucristo es la Verdad.
Si están tentados por seguir a una “autoridad” de la iglesia que ostenta algún título, ruego a Dios para que les enseñe a discernir entre la verdad y el engaño.