Porque la aflicción no sale del polvo, Ni la molestia brota de la tierra. Pero como las chispas se levantan para volar por el aire, Así el hombre nace para la aflicción. Job 5:6-7 RVR1960
Queridos amigos, desde que nacemos debemos enfrentar problemas, el nacimiento por sí mismo ya es un problema a ser resuelto, incluso cuando se lleva a cabo de la manera más natural.
Según Elifaz, amigo de Job, la transgresión siempre lleva a la desgracia al pecador. Esta afirmación confirmaría que bajo su condición caída, es decir de pecador, el humano nace para tener problemas.
Ante una situación por demás desalentadora es bueno que no tengamos la opción de escoger, si venir o no al mundo. Aunque muchos, entre ellos el mismo Job, se preguntan si no hubiera sido mejor no nacer.
Las tristezas, desilusiones y pruebas representan el pan de cada día. Nuestro Señor Jesucristo ya lo confirmó, vivimos en un mundo de aflicción (Juan 16:33). Según el libro del Génesis el mundo fue creado perfecto y así se mantuvo hasta que el pecado ingresó en él a través de la transgresión de Adán y Eva.
La causa principal de las aflicciones de la raza humana es el pecado. Cada ser viviente se ocupa de aportar con su masa de pecados a que éste sea un mundo muy atribulado. Nos damos cuenta, que el mal con sus aflicciones no nace del polvo, ni las molestias del hombre brotan de la tierra, pues son consecuencia de no cumplir con lo que Dios ordena o de hacer lo contrario a los mandamientos del Creador.
Satanás es el príncipe de este mundo y él se ocupa de promover, que el hombre viva alejado de Dios, y por tanto, en pecado. El sistema del mundo aporta de manera extraordinaria a ese objetivo. Y la condición carnal pecadora del humano termina de cerrar el círculo nefasto de maldad.
Algunos se preguntan, ¿por qué quiere Dios que vivamos en un mundo así? El propósito de Dios al crear el mundo no fue el sufrimiento del hombre. El Señor promete un futuro libre de dolor, amargura, llanto y enfermedad en tanto se viva en santidad, alejado del pecado.
Hay personas buenas en el mundo, lamentablemente no lo suficientemente buenas como para no ser condenadas. Para gozar del perdón de Dios y no ser castigado en el infierno, se requiere de la intervención de Jesucristo a través de su muerte expiatoria en la cruz, mediante la cual el Dios Padre procede a hacer borrón y cuenta nueva en el libro de la vida, con quienes creen en Él como su Señor y salvador.
Los perdonados son justificados de su pecado, es decir que son hechos justos, y por tal circunstancia se denominan santos, aunque no estén libres de pecado, por aún estar viviendo en la carne, pero desarrollan un existir terreno alejados del pecado.
Son personas que forman parte de una nueva creación, se los conoce como los nacidos de nuevo. Y Dios en su infinita bondad permite que se les llame sus hijos, aunque adoptivos, hijos al fin, pues ellos tienen la bendición de ser coherederos del reino juntamente con el Hijo de Dios.
Los convertidos seguirán pasando por aflicción al igual que el resto de humanos. La diferencia está en que ya no acusan a Dios de sus males. Saben el origen del mal y sus consecuencias, así como también conocen de la utilidad de las pruebas que vienen del Señor.
Ni la casualidad ni el caos no son la causa de los problemas y sus aflicciones, todo tiene un origen específico. La debilidad de nuestra carne es tan grande, y la vanidad contenida en nuestros deseos es tal, que las chispas de un fuego que se elevan una tras otra, son similares en número y rapidez a los problemas del hombre, y en consecuencia a sus aflicciones.
Dios en su paciencia y bondad no castiga todos los pecados de manera inmediata, Él actúa según su voluntad y perfecto consejo. En ocasiones envía un castigo, en otras una prueba y muchas veces simplemente deja que las cosas sigan su curso hacia un resultado triste y duro. Lo que es definitivamente verdadero, es el justo juicio que se avecina para todos en la segunda venida del Señor Jesucristo.
El nacido de nuevo goza del don de paz, que le lleva a tener tranquilidad en el corazón, sin duda una condición maravillosa para sobrellevar el dolor en momentos de aflicción. Si alguno está afligido, debe doblar rodillas, orar y agradecer a Dios por la bendición de gracia, o clamar por ella.
Quiera Dios que las aflicciones sean para acercarnos a Él y no lo contrario.