Y David dijo a Jehová, cuando vio al ángel que destruía al pueblo: Yo pequé, yo hice la maldad; ¿qué hicieron estas ovejas? Te ruego que tu mano se vuelva contra mí, y contra la casa de mi padre. 2 Samuel 24:17 RVR1960
Queridos amigos, el mandato del monarca prevaleció sobre la prudencia de sus subordinados y los designios de Dios, causando mucho daño entre el pueblo.
De igual manera las decisiones de muchos mandatarios de estado terminan en desgracia para el pueblo, que puso su confianza en ellos. Las malas decisiones son normalmente el resultado de la desobediencia a la sabiduría de Dios. Lo trágico es que la mayoría de ellos, si no todos, son personas que no conocen a Jesucristo, por tanto, tampoco saben cómo vivir bajo el temor de Dios.
En este caso específico nos encontramos delante del rey David, un hombre muy diferente del resto de gobernantes, pues fue muy temeroso de Dios, sin embargo, su naturaleza humana caída prevaleció en diferentes momentos de su vida.
Dios lo constituyó en gran guerrero, primero se enfrentó contra el gigante Goliat y salió triunfador contra toda predicción, después ganó grandes batallas, a través de las cuales fue constituyendo el gran estado de Israel. Nada de eso hubiera sido posible sin la intervención del Padre celestial, que favorecía a David, porque había generado una relación especial con él.
David por momentos había caído en la debilidad de pensar que era un gran hombre, llegando a tropezar en la trampa, la tentación de Satanás de la soberbia. No satisfecho de sus victorias deseaba conocer cuán poderoso era en verdad, de ahí que se hacía necesario conocer el número de combatientes que tenía a su servicio.
Dios había acompañado con su poder en todas sus campañas de guerra, pero en un momento de ceguera espiritual David creyó que el poder estaba en sus manos, y puso su confianza en el número de sus soldados y no en las manos de Dios.
No hay cosa más necia que buscar engrandecerse delante de Dios. Es una arrogancia que cuesta muy caro. Joab, un gran general, no quería llevar adelante la orden de su rey, porque sabía que era pecado, pues Dios no lo aprobaba, pero el poder de su soberano terrenal prevaleció.
Cuánto bien hubiese hecho si se negaba a hacer caso, por supuesto que para eso se hacía necesaria una buena dosis de valentía y la seguridad de que Dios acompaña. Joab acató el mandato de su rey y las consecuencias no se dejaron esperar.
Ni bien se concluyó con el censo, David entró en razón, dándose cuenta de su pecado, pero ya era demasiado tarde. Dios en su magnificencia le dio tres opciones de castigo: siete años de hambre, tres meses de persecución por parte de los enemigos o mortandad a causa de una epidemia que duraría tres días.
La sabiduría que David había recibido del mismo Dios le ayudó a tomar la mejor decisión, pues es mejor caer en manos del Creador, que sufrir bajo la mano del hombre. En ese sentido David escogió la plaga de tres días, porque el peligro estaba restringido a la palabra y obra de Dios, pues con seguridad cesaría después de los tres días.
El arrepentimiento en David no se dejó esperar, apenas terminado el censo se dio cuenta de que había pecado en grande. No dudó en asumir las consecuencias de su pecado, pidiéndole a Dios que tuviera misericordia del pueblo y que lo castigase a él y a su familia, pues él era el único responsable y la culpa debía recaer solamente sobre él.
Como ejemplo contrario tenemos al rey Saúl su predecesor, quien no dudaba en presentar cualquier excusa antes que asumir su culpa. En David observamos el espíritu del verdadero pastor, que se ofrece a sí mismo como sacrifico para salvar a sus ovejas, es decir su pueblo.
Junto con el arrepentimiento le llegó el dolor de ver perecer a su pueblo, estaba preparado para sufrir en lugar de ellos, y gracias a la misericordia de Dios, su amor, arrepentimiento y fe fueron aceptados por el Creador.
Nos podemos preguntar, ¿por qué Dios castigó al pueblo por el pecado de su mandatario, si nada tenían que ver con la equivocada decisión que se tornó en pecado? Dios desde antes ya estaba airado con el pueblo, que merecía un castigo, además el hecho de que David perdiese a su gente lo debilitaba a los ojos de sus enemigos. Vemos que no había injusticia en el obrar de Dios
Las cosas de Dios nunca dejan de sorprendernos, pues el lugar en que Dios le ordenó al ángel destructor que parase la destrucción de Jerusalén, fue el mismo en el cual impidió que Abraham sacrificase a su hijo. Se trataba de la era de Arauna el jebuseo, donde tiempo después fue erigido el templo de Dios.
Cuando caigamos en pecado volvámonos a Dios, es mejor declararse culpable ante Él, que arriesgarse a ser castigado por otro. Además, si adoptamos la actitud correcta hacia Dios, podríamos conseguir mediante nuestra fe, entrega y oración, que el Señor se apiade de nosotros y de nuestro pueblo.
Les deseo un día muy bendecido.
“Es mejor decir la verdad que duele y luego sana, que la mentira que consuela y luego mata”. A.R.