El que venciere será vestido de vestiduras blancas; y no borraré su nombre del libro de la vida, y confesaré su nombre delante de mi Padre, y delante de sus ángeles. Apocalipsis 3:5 RVR1960
Queridos amigos, cuenta la leyenda que cuando Creso, el rey que nadaba en oro, le preguntó a Solón, poeta, filósofo y reformador griego, quién creía él que era el ser más feliz, recibió por respuesta “no llames feliz a nadie hasta que esté muerto”.
Creso era rey de Lidia, cuya capital era Sardis, un imperio extremadamente rico, y como muchos otros, estaba convencido que la prosperidad terrenal es sinónimo de seguridad, y que la riqueza asegura una vida feliz al ser humano. Molesto por el pensamiento de Solón, dejó que se marchara, seguro de ser el más dichoso entre los hombres.
El dicho de Solón conduce a la conclusión de que la felicidad terrenal es pasajera y mientras un hombre vive no es posible determinar de manera concluyente su estado de felicidad. Por otra parte, el mundo en que vivimos es de tribulación y podríamos deducir que por tal dura condición, Solón pensaba que el hombre feliz podía solo ser aquel que ya no habitaba en este mundo.
Como quiera que fuese, los pensamientos terrenales sin tener en cuenta a Dios no conducen a la verdadera respuesta. Solo se puede alcanzar la verdadera felicidad cuando el hombre se reconcilia con Dios a través de la obra de su Hijo Jesucristo, mientras tanto el hombre natural tiene momentos perecederos de felicidad, pero de ninguna manera es feliz como una constante de su vida.
Así como Creso estaba dominado por las cosas externas en tiempos anteriores, también a la iglesia de Sardis le parecía que tales cosas eran muy adecuadas. Era influenciada por las grandes riquezas con sus lujos y comodidades, los cuales conducen a un grado alto de apatía generalizada, que consigue posponer lo verdaderamente relevante.
Era una iglesia que mostraba un estilo de vida desordenado e hipócrita, alejado de los fundamentos de la fe. Una religiosidad permisiva dominaba sobre sus corazones, la cual daba licencia a las incomodidades morales toda vez que fuese necesario.
Una iglesia llena de obras a medias, huecas y vacías, donde no existía la intención de completar ninguna de ellas a cabalidad. Eran actos superficiales que no penetran en la médula, y menos llegan al corazón. Por lo tanto, no existía crecimiento espiritual ni unidad ni misericordia y menos amor, todo esto se había extraviado (o nunca había existido), por lo cual el Señor lamentaba amargamente esta pérdida.
La consecuencia venidera fue proféticamente anunciada y es que serían raídos del libro de la vida, no serían escritos entre los justos (Salmos 69:28), si no obedecían la verdad cristiana que habían oído y que, por tanto, conocían. No debían olvidar el sacrificio del Hijo de Dios por sus pecados y el arrepentimiento que esté maravilloso acto conlleva para el pecador.
Lo poco que quedaba para elogiar en esta iglesia de Sardis era su remanente fiel. El poder de las riquezas evitaba que la mayoría de las almas pecadoras se aflijieran, reconociendo su condición miserable, para pasar a clamar a Dios que les cambie y les saque de aquel muladar del pecado (Salmos 69:29).
Estos pocos que se mantenían fieles en la fe recibieron una promesa de gracia. El que venza será vestido con vestiduras blancas, de lino fino, limpio y resplandeciente (Apocalipsis 19:8). En otras palabras serían vestidos de pureza a causa de sus acciones, ese si es un motivo verdadero para estar feliz, y como la promesa es para la eternidad la felicidad también se extenderá de igual manera.
Todos los que son fieles a Jesucristo y viven para Dios en buenos y malos tiempos, están registrados en el libro de la vida como garantía de que heredarán la vida eterna, sus nombres no serán borrados.
Cristo promete honor futuro, felicidad y morada en el cielo a quienes se mantienen firmes en su fe. Estemos completamente seguros que nuestro Señor Jesucristo confesará los nombres escritos en este glorioso libro a Dios y a los ángeles en el día del final de los tiempos.
Les deseo un día en el Señor acompañados de sus bendiciones.