Hasta cuándo, oh Jehová, clamaré, y no oirás; y daré voces a ti a causa de la violencia, y no salvarás? Habacuc 1:2 RVR1960
Queridos amigos, estamos viviendo en un mundo donde ver violencia es normal. Basta con poner la televisión. Es tan normal, que comemos palomitas de maíz mientras vemos gente siendo agredida y hasta asesinada en alguna película o serie. Y cuando alguien se inmuta no dudamos en decirle: es solo una película, tranquilo.
Y lo peor de todo es que la TV es una de las distracciones más frecuentes, especialmente en estos tiempos de pandemia. Durante mi vida en muy contadas veces me he visto enfrentándome a alguien con el propósito de terminar a golpes, la última vez gracias al cielo hace más de 25 años. Gracias a Dios nunca pasó a mayores, pues muy probablemente hubiese terminado magullado.
Sin embargo, las escenas de violencia con las que mi mente me sorprende, son alarmantes. Sin saber de dónde o por qué empieza la película de destrucción y de pronto me encuentro sumido en hechos horribles, entonces empiezo a orar pidiendo “pensamientos puros y de alabanza” y es una lucha para evitar estas elucubraciones de maldad.
Me he puesto a pensar si estoy viendo demasiada TV y que ello me está influyendo, sin embargo, llego a la conclusión de que se trata de la suma de mi maldad inherente y la influencia del mundo. No me siento bendecido por no ser el único, pues considero que la mayoría para no decir todos vivimos sumidos en pensamientos de maldad de donde nace la violencia, aunque las menos de las veces se convierte en hechos, gracias a Dios y su Espíritu, que nos contiene de maldad.
La violencia tiene muchas caras y matices, desde la cruenta guerra hasta la violencia psicológica, desde el asesinato por venganza hasta la violencia intrafamiliar. Desde el reclamo lleno de enojo hasta el insulto por ser diferente. Y así un sinfín de ejemplos.
La Palabra nos enseña todo contra la violencia, diciendo que los creyentes debemos ser mansos, pacificadores, amables, humildes, de buen hablar, no hacer escarnio, no murmurar, no discutir, nada impuro debe salir de nuestras bocas, dar la otra mejilla, etc.
Cuando empezamos a mirar el mundo desde dicha perspectiva la violencia se convierte en una terrible carga. Como seguidores de Cristo observamos lo poco que se cumple la voluntad de Dios y ello aflige nuestros corazones, como afligió el corazón de Habacuc.
Aunque no es fácil admitir, la mayoría no tenemos escrúpulos en hacer mal al prójimo o por lo menos dejar de hacerle el bien. Hablar mal de alguien, levantarle la voz, imponerle el propio criterio de forma egoísta son formas de maldad, y por qué no, también de violencia, y estoy seguro de que nadie puede decir estoy apto para tirar la primera piedra.
Píos e impíos desarrollan programas de todo tipo para combatir la violencia, desde la creación de la ONU hasta un sinfín de ONGs que buscan reducir la violencia hacia los niños y la mujer, entre otros. El resultado es que la violencia va en ascenso, la voluntad de estos benefactores solo consigue bajar en algo los índices de violencia para verlos ascender nuevamente.
La única manera de erradicar la violencia es viviendo bajo el temor de Dios, haciendo su voluntad. Mientras ser humilde y manso implique desdén por quienes creen que esas son debilidades indeseables, mientras se vea al pacificador como un intruso que se está metiendo donde no debe, mientras la pureza siga siendo motivo de escarnio, el mundo seguirá en su escalada de violencia.
Queda pedirle a Dios en ferviente oración que obre sobre los corazones de los habitantes del mundo, que los convierta de piedra a carne. Algún día el clamor de aquellos que sufren violencia será escuchado, ay de los violentos.
Pero los creyentes verdaderos vivimos anhelantes por irnos a aquel mundo donde no existe la violencia, donde reinan la santidad y el amor.
Les deseo un día muy bendecido.
“Es mejor decir la verdad que duele y luego sana, que la mentira que consuela y luego mata”. A.R.