Si bien todos nosotros somos como suciedad, y todas nuestras justicias como trapo de inmundicia; y caímos todos nosotros como la hoja, y nuestras maldades nos llevaron como viento. Isaías 64:6 RVR1960
Queridos amigos, es preciso comprender que todos pecamos y sin la misericordia de Dios estaríamos destituidos por completo de Su gloria (Romanos 3:23).
Si lo recto que realizamos es impuro a los ojos de Dios, entonces ¿cómo percibirá Él nuestras transgresiones, es decir nuestros pecados? Una cuestión terrible cuando nos encontramos confrontados con Su infinita santidad.
Existen personas que se resisten con vehemencia a entender la condición espiritual del hombre, también se oponen a creer en su maldad. Sin embargo, las Escrituras cuentan con diversos pasajes que refuerzan el estado caído de la humanidad entera. Nadie se salva de su condición caída de maldad.
El salmista afirma que fue formado en maldad y que su madre lo habría concebido en pecado (Salmos 51:5), esa no es una excepción, es más bien la regla general para toda la creación humana después de Adán y Eva. Isaías, nada menos que un profeta del Señor, declaró: Ay de mi, voy a morir (muerte física), porque siendo inmundo de labios y habitando entre gente que tiene labios inmundos, he visto a mi Señor (Isaías 6:5).
Bajo la dura premisa para la humanidad entera de tener la condición de pecadores irremisibles, se puede comprender la expresión del profeta Isaías, que todas nuestras justicias son como trapo de inmundicia. No hay nada bueno que podamos hacer, pues hasta lo más bueno y justo que hagamos, tendrá la mancha de nuestro pecado, aunque ésta sea imperceptible a nuestros ojos, no lo es a la vista de Dios.
No es nada halagador escuchar, que nuestros mejores esfuerzos están contaminados por el pecado. Me gusta el ejemplo de los grandes artistas que dedican esfuerzos en conciertos de beneficencia para hacer el bien, sin embargo, además de hacer lo bueno se benefician de un incremento en su imagen personal, de una posible liberación de impuestos, de una mayor venta de su música, de un mayor reconocimiento personal, etc. No en esa medida, pero con certeza con algo parecido en proporción, hacemos nuestras buenas obras, eso explica el porqué Dios nos dice que no lo hacemos completamente bien.
Los creyentes saben de esa su condición caída y la reconocen, porque el Espíritu Santo les da convicción de pecado. No tienen dificultad para confesar y lamentar sus pecados, acompañados de genuina aflicción en sus corazones. Se reconocen como nada dignos de la misericordia y perdón de Dios.
Para el hombre común y corriente es tremendamente difícil aceptar que sus mejores obras, en las cuales pone mucha dedicación y por ende excelencia humana, sean vistas como deficientes y manchadas. Pero para el convertido verdadero no es difícil comprender que dichas obras requieren ser descontaminadas y perfeccionadas.
El apóstol Pablo, verdadero hombre de Dios, manifestó en su condición de convertido en su epístola a los Romanos 7:18: yo se que en mi, es decir en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. Y en el mismo capítulo 7 versículo 24 manifiesta su situación desesperada: ¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?
La respuesta a tal cuestionamiento es tan simple como contundente, solo el Señor Jesucristo es quien puede liberar, limpiar, descontaminar y perfeccionar. La única esperanza radica en la fe en Cristo Jesús. Y esto lo reafirma el mismo apóstol Pablo en su carta a los Filipenses capítulo 3 versículo 9: “y ser hallado en él, no teniendo mi propia justicia, que es por la ley, sino la que es por la fe de Cristo, la justicia que es de Dios por la fe;”
Es preciso vivir en la justicia de Dios, el creyente tiene como deber manifestar: ya no vivo yo, porque Cristo vive en mi (Gálatas 2:20); entonces sus obras ya no serán vistas como trapo de inmundicia. Recordemos que si nos queremos acercar a Dios bajo la premisa de nuestras buenas obras, es decir de nuestra buena conducta, Él con justa razón podrá reprendernos tratándonos de mentirosos e hipócritas.
Acerquémonos a Dios con el corazón arrepentido, sabedores de nuestra maldad. conociendo de sus misericordias, aferrémonos de sus promesas y roguémosle para que se apiade de nosotros pecadores. ¿Deseará el Padre contener su misericordia ante nuestras lágrimas incontenibles?
Les deseo un día muy bendecido.