Por las noches busqué en mi lecho al que ama mi alma; Lo busqué, y no lo hallé. Cantares 3:1 RVR1960
Queridos amigos, la noche suele ser para muchos un tiempo de ansiedad y miedo. En la oscuridad nocturna las almas se inquietan y los corazones laten acelerados ante ruidos extraños y sombras atemorizantes.
La imaginación suele jugar trucos sorprendentes en aquellos que temen la oscuridad y están solos, en realidad se trata de un peligro imaginario condicionado por la falta de luz.
Hasta el tiempo de mi conversión sentía miedo cuando ingresaba a mi casa vacía por las noches, la única explicación que se me viene a la mente es el temor innato en el hombre natural a la oscuridad. A partir de que comencé a seguir a Jesucristo todos esos mis temores pasaron a ser historia.
Es de noche y la Sulamita está sola en su lecho de amores, mientras da vueltas y vueltas la zozobra por la ausencia de su amado la consume.
La oscuridad y el silencio nocturnos ponen aprensivos a muchos, pues hacen que las cosas parezcan peor de lo que en verdad son, la ausencia de luz afecta a la mente, al alma y al corazón.
Después de sueños y pensamientos extraños con gran frustración y congoja la enamorada se levanta de su cama para ir a buscar a su amado. La joven recorre calles y plazas sin conseguir hallar a su compañero, nadie le puede dar indicios de aquel a quien ama su alma.
Una situación similar se da en el libro de Job donde se observa una búsqueda angustiada por todas partes con similar resultado. Va hacia el oriente, pero él no está allí; va hacia el occidente, pero no puede encontrarlo. No lo ve en el norte, porque está escondido; mira al sur, pero él está oculto (Job 23:8-9).
En contraposición a nuestros días la iglesia del Antiguo Testamento tenía dificultad para encontrar a Cristo, la ley ceremonial no ayudaba y los eruditos religiosos eran de poco apoyo para quienes andaban en la búsqueda del Señor.
Hoy tenemos una posición privilegiada, pues sabemos concretamente sobre la obra salvífica de Jesucristo. No obstante debemos buscar al Señor mientras se deje encontrar, llamémoslo mientras esté cercano (Isaías 55:6).
Nuestra actitud debe ser como la del salmista que le decía al Padre: Dios mío, clamo de día, y no respondes y también de noche sin que haya reposo para mí (Salmos 22:2). De igual manera clamaba el profeta Isaías diciéndole a Dios que todo su ser le deseaba por las noches y por la mañana su espíritu le buscaba (Isaías 26:9).
Debemos comprender dónde nos encontramos, cuál es nuestra situación verdadera y clamar como el salmista: A ti, Señor, elevo mi clamor desde las profundidades del abismo. Escucha, Señor, mi voz. Estén atentos tus oídos a mi voz suplicante (Salmo 130:1-2). Todos, sin excepción, nos encontramos en un abismo antes de llegar a Dios.
Después de que Dios nos toca (solo podemos llegar a Él a través de su Hijo Jesucristo) nuestras noches serán apacibles y podremos orar así: En mi lecho me acuerdo de ti, pienso en ti toda la noche. A la sombra de tus alas cantaré, porque tú eres mi ayuda. Mi alma se aferra a ti, tu mano derecha me sostiene (Salmo 63:6-8).
No es posible descansar en verdad en nada ni en nadie que no sea Jesucristo. Para afirmarse en Cristo y no soltarlo, es necesario aferrarse a Él con el deseo ardiente de su compañía santa.
Debemos prevalecer en ruegos humildes y fervorosos, pedirle que si quiere puede sanarnos, puesta nuestra esperanza en su benevolencia, añorando que nos responda “sí quiero”.
Mi mayor deseo es que Dios les bendiga con su gracia.