“¿No os conmueve a cuantos pasáis por el camino? Mirad, y ved si hay dolor como mi dolor que me ha venido; Porque Jehová me ha angustiado en el día de su ardiente furor. Lamentaciones 1:12 RVR1960
Queridos amigos, son pocos los que se conmueven cuando en su apurado caminar pasan al lado de un mendigo.
No se detienen a pensar cómo habría sido su vida, cuáles sus penurias y dolores, sus enfermedades, su humillación, su ira y odio, sus frustraciones, y por qué no, también sus sueños. Para la mayoría es un número más entre muchos, alguien vil, despreciable, feo, sucio y maloliente, no hay tiempo ni disposición de ayuda, es mejor no mirar y pasar de largo lo más rápido posible, para no involucrarse, para no tener que verse en el aprieto de dar alguna excusa por obligación, o peor, encarar el deber de abrir la cartera.
Nos encontramos delante de otra figura deprimente, Jerusalén sentada sobre la tierra, el dolor y la pena son perceptibles, su sufrimiento está a flor de piel. Llama a los transeúntes y les pregunta si habrá dolor mayor que el que tiene, pues Dios ha obrado sobre ella por su pecado.
Será responsabilidad de los pasantes el infortunio del mendigo, o quizás, ¿les competa en algo su miserable estado? De igual manera llora Jerusalén mientras pregunta ¿no creen que este mi estado lamentable es de incumbencia de todos?
Por fuera se observa la aflicción y el lloro, pero no se alcanza a vislumbrar el dolor por la culpa, cuando se sabe que pecar es malo y se ha pecado en grande. El cuerpo muestra las consecuencias, pero la aflicción del alma es mucho más dura, muchísimo más difícil de soportar.
No que el mendigo esté necesariamente en tal condición a causa de su pecado, puede que el pecado lleve a ruina y perdición material, pero a lo que sin duda conduce es a la perdición y ruina definitiva espiritual. Jerusalén es consciente de las consecuencias de su pecado y su tristeza es profunda, pues llega a removerle los tuétanos y le afecta lo más hondo del alma.
Debemos preguntarnos: ¿debería poner en consideración la situación de Jerusalén? ¿Me incumbe en alguna manera esta lamentable condición? Si somos capaces de advertir la magnitud de las consecuencias del pecado y el inconmensurable mal que causa en el mundo, deberíamos ver la dimensión de cómo nos afecta y se convierte de nuestra total incumbencia.
Para quien tiene ojos para ver no se trata otra cosa que una gran advertencia, porque nadie se libra hasta que la cruz de Jesucristo se hace efectiva sobre su vida, mientras tanto, todos están bajo la esclavitud del pecado y destinados a perdición.
Como si no fuera suficiente tomar conocimiento de los sufrimientos de Jerusalén, el Dios Padre envió a sufrir a su Hijo Jesucristo para que los pecadores tuvieran la oportunidad de aprender mejor y más. ¿Acaso la voz de Cristo Jesús que llega desde la cruz no se hace audible para cada uno de nosotros?
El pecado es engañoso y pareciera que su presencia otorga libertad, se disfruta de las cosas pecaminosas, a sabiendas, o sin saberlo, de las consecuencias, que conlleva el vivir en pecado. La vida hay que disfrutarla, pues se vive solo una vez, ese es el pensamiento libre del hombre natural, pero no sabe ni percibe su situación de terrible sometimiento al pecado en calidad de vil esclavo.
La verdadera libertad no consiste en hacer lo que a uno se le antoje, más bien surge de la obediencia a Dios. Parecería una extraña contradicción, pues ¿cómo puede uno ser libre, si debe vivir sometido a los preceptos del Hacedor? La verdadera libertad se consigue cuando se pasa a vivir bajo el gobierno de Dios, pues se deja de estar bajo la tirana y mortífera esclavitud del pecado.
Estar bajo la potestad del Altísimo implica disfrutar del gozo, la paz y el amor estables en la eternidad, lejos del dolor, de la enfermedad, del lloro y de los mil y un problemas de la vida, aunque se tenga que pasar por aflicción en esta vida.
Si tener que obedecer al pie de la letra los mandamientos de Dios es esclavizante, entonces cualquier mortal con dos dedos de frente querría estar sometido a dicha esclavitud, que en realidad es un maravilloso estado de libertad, pues la libertad genuina se encuentra donde rigen la verdad y la justicia de Cristo.
Lamentablemente sin el poder de Dios de por medio nadie tiene esos dos dedos de frente para querer alejarse del pecado. Una vez que el Espíritu Santo obra sobre el pecador esclavo del pecado, llevándolo a vida nueva, recién se apercibe de su maldad y su estado calamitoso de pecado. Su dolor por el pecado es grande y su alma sufre, dicha condición conduce hacía la cruz de Cristo y permite que se tome su guía. Solo queda seguir Su camino con el gozo en el corazón de todo creyente genuino, que se sabe totalmente libre de la esclavitud del pecado.
Les deseo un día muy bendecido.
“Es mejor decir la verdad que duele y luego sana, que la mentira que consuela y luego mata”. A.R.