Cuidaréis de poner por obra todo mandamiento que yo os ordeno hoy, para que viváis, y seáis multiplicados, y entréis y poseáis la tierra que Jehová prometió con juramento a vuestros padres. Deuteronomio 8:1 RVR1960
Queridos amigos, mientras no tengamos en el corazón el profundo anhelo de vivir en santidad, no cuidaremos de poner por obra todo mandamiento de Dios, incluso cuando nuestra conciencia nos diga, que es lo justo y necesario.
Cuando era un muchacho adolescente mis padres, en su frustración por mis malos resultados escolares, me ofrecieron una motocicleta de regalo, siempre y cuando me aplicase en mis estudios. Un gran aliciente a los ojos de muchos. Al comienzo la idea me pareció atractiva, pero pasados los días el esfuerzo que tendría que realizar, opacaba la motivación. La moto dejó de interesarme y mi nivel de rendimiento tampoco mejoró, mi elección fue quedarme en mi zona de confort.
Con las almas no regeneradas de los impíos sucede algo parecido, pues la motivación de la promesa de Dios de vivir, multiplicarse, ingresar a la tierra prometida para poseerla podía sonar muy atractiva, pero, ¿era eso lo que el pueblo impío realmente quería?
Dios sabe qué es lo mejor para nosotros, pero nuestra rebeldía nos conduce a pensar que nosotros sabemos mejor que Él sobre las cosas que necesitamos. Es así también cómo transgredimos sus mandamientos.
Paul Washer escribió: “si una pareja de jóvenes se une en una relación amorosa sin la intención de casarse, está pecando”. En una probable visita dominguera a una congregación dichos jóvenes pueden haber asentido con la cabeza cuando oyeron que la fornicación es de los inicuos, pero el lunes estaban enfrascados en “desarrollar” su relación en un dormitorio a solas.
La mente no regenerada de dichos jóvenes no está alineada con la mente de Cristo, justamente porque no fue regenerada. Para que se desee seguir en obediencia lo que Dios manda es necesario reconocer el señorío de Jesucristo sobre la vida propia, y para ello es necesario nacer de nuevo en espíritu y recibir el don de fe. Si Él es el Señor, el hombre redimido se ve a sí mismo como su esclavo, aunque siervo suena menos agresivo, pero termina siendo lo mismo.
El siervo debe sujetarse a su Señor y hacer lo que su Señor manda, esa es la condición de todo siervo. Nadie del mundo en sus cinco sentidos desea someterse a ningún señor, aunque sin saber es esclavo del pecado. Incluso puede reconocer a Cristo como su Señor, pero lo ve más como un Señor poderoso, que puede darle muchas cosas, y no como un Señor a quien hay que adorar y obedecer.
Desde dicha perspectiva la obediencia al Señor pasa a un segundo o tercer plano, y, por tanto, tendrá poco cuidado de cumplir con sus mandamientos, porque no entiende que se trata de un Señor a cuyo señorío es imprescindible someterse. No entiende la “ironía” de que siendo esclavo de Jesucristo recién es verdaderamente libre.
El pueblo hebreo había visto las grandes maravillas realizadas por Dios a su favor. No cabía duda alguna de que Dios estaba con ellos, que actuaba con poder en su beneficio. Pero por la rebelión en sus corazones optaron por lo viejo conocido, motivo por el cual fueron desobedientes, y tuvieron que pagar las consecuencias, vagando el pueblo entero durante cuarenta años por el desierto.
También en el desierto Dios estuvo con ellos, como escribió el profeta Oseas: Porque yo fui el que te conoció en el desierto, en esa tierra de terrible aridez. Les di de comer, y quedaron saciados, y una vez satisfechos, se volvieron arrogantes y se olvidaron de mí (Oseas 13:5-6)
Pasados los cuarenta años todos los pecadores habían muerto, entonces Dios decidió que había llegado el momento del cumplimiento de su promesa. El pueblo transgresor tuvo que sufrir las consecuencias de su pecado, y Dios les estaba diciendo a los sobrevivientes del Éxodo, que a partir de dicho momento guardasen sus mandamientos para que no volviesen a pasar por calamidad, era menester tener presente a Jehová.
Por la historia sabemos que una vez más el pueblo se mostró desobediente, descuidando los preceptos de Dios. El hombre atribulado se pone sensible, pasada su tribulación vuelve a su estado de conciencia cauterizada (1 Timoteo 4:2), es decir insensible a las cosas de Dios.
Para realmente anhelar ser obediente a Dios es imperativo arrepentirse y convertirse, y tanto la conversión como el arrepentimiento son consecuencia del poder del Espíritu Santo trayendo al pecador muerto en delitos y pecados a vida nueva. Oremos por la gracia de Dios.
Les deseo un día muy bendecido.
“Es mejor decir la verdad que duele y luego sana, que la mentira que consuela y luego mata”. A.R.